Muy antes, la militancia política de juventud no se entendía sin el conocimiento y la vivencia reales de nuestra geografía. Desde el terruño hasta los confines más apartados del territorio nacional, no fueron extraños a la muchachada que lidiaba fundamentalmente en partidos tan complejos como la política misma, así fuesen grandes o pequeños.
La movilización era por todos los medios, el hospedaje del más variado, la alimentación típica de quienes tenían edad para improvisarse como comensales. Voluntariamente, realizábamos las tareas proselitistas, internas y externas, que la coyuntura demandaba, con los naturales espacios para la diversión, pero también interrelacionados con la dirigencia adulta y más adulta en un esfuerzo común que las más recientes generaciones no se imaginan.
Realizar las actividades en una determinada entidad federal, más de las veces, con los pocos recursos disponibles, incluía el recorrido de los más apartados caseríos de lejanos distritos o municipios. Incontables son las anécdotas que podrán contar gente de todo el espectro político que, además, se conocieron en las más disímiles circunstancias, fueran o no elecciones estudiantiles: antes, también enemigos o adversarios, ahora, amigos de lograr reencontrarse después de varias décadas, aunque ya no será posible en varios y lamentables casos, como el de Marcos Cegarra y este servidor.
Comenzamos a frecuentar cada vez más el estado Trujillo, desde principios o mediados de los ochenta del veinte, década y siglo en los que era absolutamente normal y posible surcar palmo a palmo a Venezuela. Conocimos allá a Marcos, por entonces, fervoroso militante masista y, a pesar de ubicarnos en aceras ideológicas contrarias, rozar situaciones algo tensas y propias de la dura diatriba política, surgió una amistad y frecuentes actos de solidaridad personal.
Fue típicamente trujillano, espontáneo, generoso y de buen humor, así viniese a Caracas a tratar de los temas más duros que imponía la propia vida partidista. Quizá por aquello del mito de la inmortalidad inherente a la edad juvenil, por entonces, nadie se imaginaba viejo y, ciertamente, ya había pasado un poco el prejuicio que dejó la década de los sesenta al respecto.
Inevitable, evocamos aquellos años en los que se le enredaba la memoria y la lengua a uno, en relación a Carache tantas veces visitado, algo que hacía reír a don Vicente Romero. Lejanos años que tampoco pudimos imaginar que el remedio fuese millones de veces peor que la enfermedad, entre tanta obscuridad medioeval del socialismo del XXI.
Tuvimos juventudes políticas extraordinarias y, ojalá, podamos reconstruirlas. Aunque lo fundamental está en las vivencias humanas, porque la vida política no se hace a golpes de dados.