A la Kempeitai se la conoce como la Gestapo japonesa. Nacida como una unidad de policía militar de elite a medida que fue ganando poder, obteniendo mayor influencia, extendió sus atribuciones. Al principio se encargaba de perseguir a aquellos considerados anti japoneses y a descubrir espías. Luego se convirtió en una enorme y cruel fuerza que en los territorios ocupados sembró el terror, hizo de la tortura su marca registrada –tanto que creó varios métodos hasta el momento desconocidos-, asoló poblaciones, reclutó y raptó mujeres para que fueran violadas por las tropas japonesas, ejecutó miles de ciudadanos de los países invadidos, manejó los campos de concentración y hasta se encargó de la Unidad 731 en la que se practicaban experimentos de una crueldad inconcebible con seres humanos, sólo comparables a los de Josef Mengele.
Por infobae.com
La Kempeitai fue creada en 1883. En sus inicios su función era clara y acotada. Una policía militar que controlaba la disciplina interna. Sus integrantes eran de elite, elegidos entre lo mejor del ejército. Incorruptibles y con gran entrenamiento. Apenas 368 integrantes. Poco después, sus funciones se extendieron. Este cuerpo especial fue destinado a rastrear por todo el territorio japonés a aquellos que evadían el servicio militar y el llamado a ser reclutados. Por lo general esa renuencia de los ciudadanos no se debía ni a falta de patriotismo ni a cobardía: su labor cotidiana era imprescindible para trabajar la tierra y asegurar la supervivencia de la familia.
El número de hombres implicados en la organización fue creciendo con los años. También sus tareas. Comenzaron a dedicarse a tareas de inteligencia y a acallar en los territorios ocupados lo que ellos llamaban “tareas antijaponesas”.
Mientras crecían sus atribuciones, la organización ganaba poder y también crueldad. Cada vez se alejaba más de los principios éticos. Presiones, amenazas, detenciones arbitrarias, torturas y asesinatos.
Sucedió lo de siempre. Cuánto más poder de fuego (y de daño) tenía, mayor era la corrupción de sus altos mandos. La idea de impunidad los empujaba a traspasar cualquier límite no sólo con los prisioneros. Los líderes se enriquecieron, saquearon bienes de los lugares a los que llegaban y abusaban, también, de sus subordinados.
La Kempeitai fue utilizada por el Imperio como fuerza de choque y como modo de asegurar los territorios conquistados, disciplinar y aterrorizar a sus habitantes y para perseguir a los disidentes y opositores. A medida que Japón avanzaba en sus conquistas en China y en el resto de Oriente, la organización cada vez era más voluminosa, influyente y aumentaba su poder criminal.
En cada campo de prisioneros a cargo de la Kempeitai y en cada una de sus unidades en los países ocupados, esta organización disponía una instalación especial para llevar a delante las torturas. Despojada, con apenas una silla –para tener a una altura accesible a la víctima, para comodidad del victimario- y una mesa repleta de elementos de tortura. Grilletes, calentadores con planchas metálicas tomando temperatura, barriles repletos de agua, manoplas, elementos eléctricos, pinzas puntiagudas, tenazas, cuerdas, bolsas y todo cualquier otro objeto que pudiera lastimar al interrogado.
Las torturas eran tan frecuentes que, en cierto momento, ya ni se esperaba obtener información de esos interrogatorios. Eran una rutina, un trámite sádico, que venía incorporado al menú de la Kempeitai. La habitualidad hizo también que se desarrollaron métodos impensados y que en cada uno la crueldad incrementara. Muchas veces el ensañamiento hacía que los prisioneros murieran. Sus torturadores concebían esa sesión como un éxito sin importar si conseguían o no el dato buscado.
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