Nedelin es el nombre de una masacre y el apellido de Mitrofán Ivánovich. Había nacido en 1902 en la ciudad rusa de Borisoglebsk, se había incorporado al Ejército Rojo a los dieciocho años e inscripto en el Partido a los veintidós. La Segunda Guerra Mundial lo catapultó a la gloria personal: fue considerado un héroe de la Unión Soviética, distinción honoraria que correspondía la condecoración de la Orden de Lenin y la Estrella Dorada que otorgaba el Soviet Supremo. Pasó de ser comandante en artillería en el conflicto bélico a Viceministro de Guerra y Viceministro de Defensa del régimen soviético. Hasta que le asignaron la dirección de las Fuerzas Estratégicas Misilísticas de la Unión Soviética, un ente creado en diciembre de 1959 para aglutinar todos los sistemas de ataque nuclear con misiles, tanto continentales como intercontinentales, con sus respectivos medios de disparo.
Por infobae.com
Por eso, el mariscal Nedelin estaba ese día ahí mismo, con 57 años, los mismos de su muerte, un segundo antes de la deflagración, sentado en una silla a 15 metros del misil, mientras un ejército de técnicos trabajaba para solucionar los serios problemas que impedían el correcto despegue del misil R-16, el mayor orgullo de la carrera espacial de la antigua URSS. Podría haber estado a 800 metros, en el lugar destinado a los observadores. Pero acudió al sitio del frustrado lanzamiento porque quienes lo secundaban estaban temerosos: sabían que podía ocurrir lo que finalmente sucedió.
No era sensato trabajar junto a un cohete preparado para el despegue y cargado con 130 toneladas de combustible hipergólico: podía hacer combustión en forma espontánea. El mariscal los trató de cobardes, y caminó hasta el que sería su hoguera. No les quedó otra opción que seguirlo. Lo contrario, la desobediencia, se pagaba con el destierro, el gulag, Siberia. A Nedelin le urgían las llamadas que recibía del Kremlin y la cercanía con el 7 de noviembre, aniversario de la Revolución bolchevique, en el que se haría el anuncio de la nueva arma.
Pero nada de eso se haría. Ese 24 de octubre de 1960, un espantoso olor a carne quemada y a combustible tiñó el aire de un sitio de la estepa soviética llamado Baikonur, donde actualmente se encuentra Kazajistán. Esparcidos alrededor del lugar donde había una rampa de lanzamiento, restos humanos -dientes, huesos calcinados- y objetos como medallas y llaves eran lo único que quedaba. Una bola de fuego que alcanzó los 3.000 grados de temperatura había evaporado el misil en un chasquido de dedos. La explosión dejó en cenizas a Nedelin y a la plana mayor de los ingenieros espaciales que estaban a su cargo. Ironía del destino, uno de los pocos que se salvó de morir quemado fue Mijaíl Kuzmovich Yangel, el que había creado el misil que explotó. El motivo fue trivial, y para él milagroso: estaba nervioso y se alejó para fumar un cigarrillo. Muchos de los que huyeron en llamas fallecieron días después, en los hospitales.
Apenas tres años antes, el 4 de octubre de 1957, desde ese mismo lugar había sido lanzado el satélite Sputnik, el primer objeto creado por el hombre que orbitó en el espacio. Pero en 1960, la Guerra Fría estaba en su punto máximo. Y esa catástrofe significó un duro golpe para el más ambicioso proyecto soviético: ganarle en la carrera espacial a los Estados Unidos y poner un hombre en la luna antes que ellos. Y, por qué no, utilizar esos misiles de largo alcance para destruir a su nación rival desde las bases ubicadas a decenas de miles de kilómetros.
La primera decisión del Kremlin, por entonces en manos de Nikita Kruschev, fue silenciar el episodio. La agencia gubernamental de noticias emitió un comunicado dos días después, diciendo que Nedelin había muerto en un accidente aéreo. Pero los servicios de inteligencia occidentales no se quedarían quietos. Desde el primer momento habían tomado conocimiento de una explosión en el cosmódromo de Baikonur, aunque sin mayores precisiones. Hubo que esperar 29 años para conocer la verdad.
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