La tragedia del Titanic italiano que naufragó en Sudamérica

La tragedia del Titanic italiano que naufragó en Sudamérica

El buque atravesando el Atlántico en uno de sus últimos viajes. la empresa naviera no escuchó todas las alarmas que indicaban que una tragedia era inminente

 

Juan Bergoglio, Margarita Vasallo y su hijo Mario José tenían pasaje para subirse al Principessa Mafalda el 25 de octubre de 1927. Partirían desde Génova, Italia, hasta el puerto de Buenos Aires. Sería un viaje -rápido- de catorce días. Pero antes de emprender el exilio hacia el otro lado del Atlántico por el avance del fascismo querían vender todas sus propiedades. No pudieron: tuvieron que postergar el viaje. Lo hicieron dos años después, en enero de 1929, a bordo del Giulio Cesare. Habían salvado su vida. Es un retazo de la historia del padre y los abuelos italianos de Jorge Bergoglio, el Papa Francisco, y cómo se salvaron de no morir en el naufragio más resonante de la historia sudamericana. “Por eso estoy aquí”, dijo a la agencia de noticias católica Zenit.

Por infobae.com





Lo llamaron el Titanic Italiano. Se hundió a poco más de cien kilómetros de la costa de Bahía. Fue la peor catástrofe naval en el hemisferio sur en tiempos de paz. La compañía naviera desoyó las múltiples alarmas, el viaje continuó pese a las advertencias y ruegos del capitán a sus empleadores. Cuando creyeron que lo peor había pasado, que habían logrado atravesar el Atlántico, el barco colapsó. Los ritos del mar no se cumplieron. No hubo nada de mujeres y niños primero, ni una tripulación que priorizara a los pasajeros. Los botes estaban en mal estado y eran insuficientes. Las peleas para conseguir lugar en alguno de ellos fueron cruentas. Hubo disparos, apuñalados, linchamientos y personas lanzadas por la borda. Hubo también máquinas explotando, tiburones hambrientos y unos pocos con conductas nobles.

Era grande y lujoso, pero eso es lo que se esperaba de un trasatlántico. Su gran ventaja era la velocidad. Por eso lo preferían los millonarios y los artistas. En catorce días llegaba a su destino final. Casi una proeza para esos días. El viaje le insumía la mitad del tiempo que al resto. Hasta Carlos Gardel había viajado en el Principessa Mafalda. Eso había sido en sus épocas de esplendor. Para 1927, el Principessa Mafalda ya no era el más rápido ni el más confiable, crujía y en cada puerto había que realizarle reparaciones.

Su ruta era Génova-Buenos Aires, hacía escalas en Barcelona, Dakar, Río de Janeiro, Santos y Montevideo. El buque había sido botado 18 años antes. En ese tiempo la industria naviera había desarrollado grandes avances. Y el Principessa Mafalda ya no era de vanguardia por su lujo y sus adelantos tecnológicos. El uso constante había deteriorado su maquinaria. El plan inicial era retirarlo cuando cumpliera veinte años de servicio. Pero algunos inconvenientes que había mostrado en sus travesías más recientes, habían hecho pensar a los directivos en adelantar su salida de servicio. Corrieron rumores de que éste, su viaje número noventa, sería el último.

Mafalda, por supuesto, no hacía referencia al personaje de Quino. Era la princesa Mafalda de Saboya, hija de Víctor Emanuele III. Ella tuvo su propia tragedia. Nació en 1902. Veinte años después tuvo su boda real. Se casó con un príncipe alemán, Felipe de Hasse-Kassel, sobrino del Kaiser Guillermo II. Mafalda, tras la caída de Mussolini, y la persecución de Hitler a la familia real italiana, fue apresada y llevada al campo de concentración de Buchenwald. Allí permaneció hasta el fin de la guerra. Cuando las fuerzas aliadas bombardearon el campo, ella resultó gravemente herida. Y dos días después murió.

El capitán de la nave era un experimentado y respetado marino, Simone Guli. Fue sólo el tercer capitán en la historia del barco. Tenía 55 años, una larga carrera naval y un bien ganado prestigio. Él alertó a los constructores de que la nave no se encontraba en condiciones. La partida desde Génova se demoró porque un escuadrón de obreros trabajaron en sus máquinas. Algunos pasajeros cambiaron su pasaje para viajar en otro buque de la misma compañía. Con más de un día de demora, el Mafalda zarpó. La ventaja del ahorro de tiempo se disipaba. Apenas entró en aguas profundas el barco comenzó a vibrar. Algo seguía funcionando mal. El capitán avisó por radio y una vez más los de la compañía naviera le ordenaron seguir hacia América. La compañía se negó y desvió la nave hacia el puerto más cercano, hacia Cabo Verde.

Había agua en algunas partes del barco y parte del servicio eléctrico se había arruinado provocando que se pudrieran buena parte de los comestibles almacenados. De la putrefacción se dieron cuenta tarde cuando varias decenas de pasajeros se descompusieron y mostraron signos de intoxicación severa.

En Cabo Verde trabajaron en reaprovisionarla y en arreglar las defecciones estructurales y de motor. Perdieron otro día más. El capitán pidió cambiar de nave, esperar en puerto hasta que llegara otro buque a buscarlos. Pero su pedido no fue escuchado. Volvieron a salir a alta mar. Quedaba la parte más larga del viaje. Como precaución la velocidad fue mucho menor a la usual. Así y todo había vibraciones ostensibles y hasta estaba levemente escorado.

Los altos mandos de la tripulación se tranquilizaron cuando a lo lejos divisaron el contorno de la costa brasileña. Parecía después de todo que habían logrado cruzar el Atlántico. Ahora festejarían en serio y con ganas, no como lo habían hecho unos días antes cuando cruzaron la línea del Ecuador y montaron una fiesta -como cada vez que ese paso sucedía- en la cubierta pese al temor de los entendidos.

Sin embargo, apenas aumentó un poco la velocidad para aprovechar las aguas calmas, el Principessa Mafalda comenzó a vibrar, el ruido se volvió ensordecedor hasta que un fuerte golpe hizo cimbrear la nave que se detuvo. Un propulsor se había desprendido y a toda velocidad girando sobre sí mismo había golpeado la estructura de la nave, abriendo una enorme brecha en ella.

El capitán ordenó tapar el agujero con planchas metálicas y otros materiales pero fue imposible. El daño era demasiado grande y el agua ingresaba sin cesar. Cuando se dio cuenta que no había más salida, ordenó evacuar el barco y pedir auxilio a otras naves que estuvieran en la zona. El tiempo no parecía apremiarlos. Si hacían las cosas bien todos se salvarían porque en condiciones normales, podían aguantar a flote varias horas.

Apenas se dio aviso a los pasajeros, se desató un infierno. Los centenares de personas alojadas en tercera clase corrían desesperadas por los pasillos hacia la cubierta. Sentían que estaban siendo dejadas de lado, que no conseguirían su lugar en los botes. Cuando comenzaron a bajar los botes, la tripulación descubrió que estaban en muy estado, que no se los había mantenido desde su inauguración.

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