Aunque la vida lo ha llevado por varios caminos, Jessie Fuentes nunca ha perdido su conexión con el río Bravo. Antes de jubilarse, montó un negoció de renta de kayaks en su nativa Eagle Pass y esperaba dedicarle toda su energía al dejar de trabajar.
Sus sueños se vieron frustrados cuando el gobierno estatal de Texas, bajo el liderazgo del ultraconservador Greg Abott, colocó kilómetros de concertina, contenedores y maquinaria pesada sobre la frontera con México para “reforzarla” y cortó el acceso al río desde el principal parque público de la ciudad.
La gota que rebasó el vaso llegó este verano, con la instalación de una barrera flotante de boyas de 300 metros en medio del rio para dificultar el cruce de migrantes. Fuentes, quien trabajó durante años como profesor de secundaria, decidió demandar al gobierno estatal.
“Destrozaron todo el lado americano y estás atrapado. Ya no hay lugares donde puedas salir al río que sean propiedad pública, convirtieron esto en una zona de guerra”, lamenta a EFE el tejano, sentado en el porche de su casa, lleno de carrillones que suenan al ritmo del viento.
A la demanda de Jessie se sumó después el gobierno de Joe Biden, buscando que los tribunales obliguen a Abott a retirar las boyas y generando un conflicto legal a escala nacional.
“Aquí hay una guerra; no entre México y EE.UU., sino entre el gobierno federal y estatal y se siente como estar en medio de ese fuego cruzado”, señala Fuentes.
A través de la llamada operación “Lone Star”, en la que el gobierno estatal ha inyectado más de 4.500 millones de dólares desde 2021 (según la estimación de medios locales), Abott no sólo fortificó la frontera en ciudades como Eagle Pass, sino que también la militarizó.
Decenas de efectivos de la Guardia Nacional del estado, al igual que agentes del Departamento de Seguridad Pública patrullan día y noche las orillas del río, montados en camionetas, tanques, helicópteros y lanchas.
Toda esta seguridad no ha impedido que decenas -incluso cientos- de migrantes crucen el río Bravo (Grande, en México) cada día y se entreguen a las autoridades migratorias estadounidenses, pero sí lo ha hecho más complicado y arriesgado.
Los propios agentes estatales denunciaron en unos correos filtrados a medios estadounidenses a mediados de año que se han encontrado a migrantes con profundos cortes en la piel por la concertina, además de cadáveres en el río junto a áreas donde no hay alambre.
“Tenemos a decenas de personas que quieren pedir asilo llegando a Eagle Pass y responder a ellos con una presencia militar es algo completamente erróneo”, señala Amérika García, una activista local que inició una vigila mensual para recordar a las personas que han muerto intentando cruzar el río.
Además de los alambres y la militarización, a García le preocupa el impacto que la retórica y las acciones del gobierno republicano puedan tener en el tejido social de su comunidad, donde más de un 90% se identifica como latino.
“Me inquieta que las personas no quieran ayudar a alguien por ser hispano” o que se lo piensen dos veces antes de dar agua o comida a un migrante, señala.
Un idilio distópico
Al otro lado del río, en la localidad mexicana de Piedras Negras, la realidad física de la hostilidad hacia los migrantes se funde con el paisaje ilídico -a veces distópico- de la zona.
Desde el puente internacional se ven ya los contrastes: un grupo de tortugas nadan perezosas bajo el agua a menos de cien metros de una fila de personas que cruzan el rio agarradas de la mano.
A orillas del agua, la ciudad mexicana tiene extenso parce, con paredes decoradas con murales, bancos, árboles y una cancha de baloncesto.
El suelo es de asfalto, pero llegando al río se convierte en césped, donde se sientan familias a asar carne en barbacoas portátiles, parejas de novios y niños que acaban su jornada escolar y comentan los chismes del día. Nada que ver con el otro lado del río, donde los estadounidenses no pueden disfrutar de su orilla.
Conforme avanza la tarde, van bajando grupos de migrantes al parque de Piedras Negras, que ajustan sus mochila y pasan hacia EE.UU., cruzando la última frontera de un viaje que los ha llevado por selvas, otros ríos y desiertos.
Esta escena se repite con tanta frecuencia que muchos habitantes de Piedras Negras ya se han aprendido el guión.
“Yo trato de darles información (a los migrantes) sobre dónde tienen que ir y dónde es más fácil pasar”, cuenta Carla, sentada junto a su hijo de siete años en una de las bancas.
Una vez, relata la mexicana de 30 años, acompañó incluso a una joven venezolana a cruzar: “Me dijo que tenía miedo. Cuando llegamos al otro lado me dio la ropa que se quitó cuando pasó, para que la recordara”.
Un vendedor de helados detiene su carrito, hace sonar las campanas que lleva en el asa y grita a los migrantes, todos venezolanos, que ya van por la mitad del río: “¡Agárrense bien y no se vayan a soltar que la corriente está fuerte!”
Antes de que llegaran los tanques y la concertina, muchos mexicanos del estado de Coahuila, donde está Piedras Negras, traían a este parque sus kayakas o canoas para participar junto con estadounidenses en competiciones anuales que organizaba Jessie Fuentes. La última de ellas tuvo lugar en 2019.
A Fuentes se le iluminan los ojos al recordar el concurso: “Era algo bien bonito”.
A sus 62 años, el estadounidense dice que tiene fe en que volverá a ver el río sin alambres, sin muros y sin militares.
“En mi corazón yo lo siento y ese día, el día en que saquen todo, ahí voy a estar”. EFE