Nunca en nuestra historia democrática un presidente del Gobierno había sometido el funcionamiento diario del país a la continua tutela del nacionalismo que quiere acabar con él. Desde este jueves, para asegurar su investidura y sólo su investidura, Pedro Sánchez ha entregado España y toda acción de su próximo Ejecutivo a la arbitrariedad del prófugo de la justicia que desencadenó el mayor golpe a nuestra convivencia de los últimos 40 años. Un dirigente que comanda uno de los nacionalismos más reaccionarios de Europa, con ideales supremacistas y que quiso hacer extranjeros en su propia tierra a la mitad de los catalanes, es la persona que decidirá los designios del Gobierno de España.
Las cesiones hechas por el PSOE para mantenerse en el poder superan los peores temores. Todo el acuerdo firmado contiene el inconfundible axioma del independentismo: el cuestionamiento de la democracia española y del Estado de Derecho, como forma de debilitar a la Nación y de avanzar hacia la autodeterminación de Cataluña. Sánchez ha aceptado la amnistía total, negociar un referéndum, que un verificador internacional supervise su acción de gobierno, discutir la transferencia del 100% de los impuestos y recoger que en España existe persecución judicial por motivos políticos -el llamado lawfare-. Es una lista demoledora y un golpe durísimo para la ciudadanía, que de ninguna manera dio su voto para esto en las pasadas elecciones, pese a lo que afirman los propagandistas del Gobierno.
Estamos ante el intento de enterrar definitivamente la España de 1978, la que construyó la democracia mediante el pacto entre las derechas y las izquierdas, terminando con dos siglos de enfrentamientos y encumbrando la convivencia como el gran valor que legar a las futuras generaciones de españoles. El acuerdo saca al PSOE del pacto constitucional y de los valores que lo alumbraron, para entregarse al frentismo y la criminalización del adversario. Sencillamente, no se puede acceder a las inaceptables exigencias de alguien como Puigdemont para evitar posible Gobierno del PP con el apoyo Vox.
Es, como los propios actores del pacto proclamaron ayer, «una nueva etapa histórica» en la democracia española. Una «inédita», puntualizó Puigdemont. Las frases de su discurso son reveladoras de quien se siente victorioso tras esta negociación. «Ahora el límite es la voluntad del pueblo de Cataluña», dijo, en su negativa a renunciar a la unilateralidad, uno de los supuestos objetivos que tenía el PSOE.
Tampoco habrá la tan publicitada «estabilidad», otra de las presuntas metas no cumplidas de los socialistas. Ni pacto de legislatura ni tan siquiera el compromiso de aprobar unos presupuestos. Junts vigilará a Sánchez «día a día» y ha incluido en el documento rubricado en Bruselas que «la estabilidad de la legislatura está sujeta a los avances y cumplimiento de los acuerdos que resulten de las negociaciones», que serán supervisadas por un mediador «internacional», una figura que cuestiona la calidad probada de la democracia española y nos sitúa en los estándares de una democracia imperfecta o de un país salido de un conflicto civil.
El significado es gravísimo: el PSOE asume un marco de negociación permanentemente abierto entre el Gobierno y Puigdemont, cuya base es la aceptación del relato independentista más primario: los artífices del procés son víctimas de una persecución política que se remonta al siglo XVIII -se citan en el pacto los Decretos de Nueva Planta- y a la que hay que poner fin. Si no estuviera escrito, costaría creerlo.
Mención aparte merece el lawfare. El concepto implica el destierro del imperio de la ley, pues serán los diputados del Congreso quienes, bajo el paraguas de la aparente formalidad de comisiones parlamentarias, podrán vigilar el trabajo de los jueces y establecer si han cometido persecución por motivos políticos, lo que podrá acarrear, según el pacto, «acciones de responsabilidad» o «modificaciones legislativas». Todas las asociaciones judiciales, incluida la muy afín al PSOE Juezas y Jueces para la Democracia, se apresuraron a denunciar, con razón, que estamos ante una «quiebra» de la separación de poderes.
El PSOE, en fin, asume que no podrá gobernar con igualdad, y acepta pagar precios medulares para cualquier sistema democrático bajo el pretexto de que el debilitamiento del Estado es preferible a la alternancia en el poder. En el pacto no hay ni una sola medida que contribuya al bienestar de los españoles; al contrario, todo está destinado a su división. ¿Cómo justificará el Gobierno ante los ciudadanos y ante la UE este pacto que vulnera los valores comunes de libertad, democracia, igualdad, solidaridad y justicia en los que se fundamentan las democracias?
España, como se ha demostrado a lo largo de su historia reciente, no es el Estado segregador, desigual, intolerante, caduco y anárquico que Puigdemont quiere construir de la mano del PSOE de Sánchez, en el que hoy ya no puede reconocerse ningún socialista que integrara sus filas cuando el partido era uno de los grandes artífices de nuestra democracia y de nuestro progreso. España es un país moderno, en continua pujanza, en mejora permanente, que dejó atrás una dictadura y alumbró una democracia en tiempo récord gracias al consenso constitucional. Es un país cuya ciudadanía ha sabido construir y adaptarse a un mundo en plena transformación, con la mirada siempre puesta en un futuro esperanzador por todo lo que nos une como ciudadanos libres e iguales. Por ello, la sociedad civil, por encima de las ideologías, no debe permitir que se la estigmatice, y está en todo su derecho, desde las convicciones morales y democráticas, de manifestarse de forma pacífica ante este pacto que se basa precisamente en la división del país.
No son tiempos fáciles, pero si alguien puede superarlos es una sociedad que confía en sí misma y que sabe que, pese a las ambiciones de quienes solo buscan el poder y la división, la convivencia, finalmente, prevalecerá.