Pasado y futuro: la historia no contada sobre la muerte de Pablo Escobar

Pasado y futuro: la historia no contada sobre la muerte de Pablo Escobar

Óscar Naranjo Trujillo, ampliamente conocido y apreciado por los colombianos por su incesante labor contra la delincuencia organizada, dista mucho de la figura que ordinariamente se tiene de un policía.

Por eltiempo.com





No solamente es un investigador nato, un conocedor profundo de la forma como actúan los delincuentes, un criminalista y criminólogo, un estudioso de las ciencias sociales, un analista de los hechos políticos, sino alguien en quien presidentes y ministros en los últimos cuarenta años han visto un consejero de primera línea, gracias a su personalidad tranquila y serena que se acerca mucho a la de un diplomático profesional. Nunca se altera, no alza la voz, y quien no lo conozca ampliamente no podría entender que detrás de esas buenas maneras está un curtido oficial, decidido, valiente, comprometido, sagaz, arriesgado, sin cuya acción difícilmente se hubieran desbaratado los grandes carteles de la droga que en algún momento pusieron en jaque al país.
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Casi que el destino lo tenía señalado para ser policía, pues su padre, el general Francisco Naranjo, fue un director que dejó huella en la institución, y referente para muchos jóvenes que escogieron la carrera policial. Inicialmente, su hijo Óscar no era uno de ellos, pues comenzó estudiando Comunicación Social en la Universidad Javeriana, donde adquirió una formación teórica que mucho le serviría en su carrera policial. Sin embargo, un día el joven de pelo largo, con pinta de actor de cine y estudiante juicioso y contestatario, sorprendió a su padre al decirle que su verdadera vocación era la de ser policía y que entraría a la Escuela General Santander.

Ser hijo del director no le significó privilegios. Se destacó desde estudiante por su inteligencia, disciplina y compromiso. Muy pronto sus superiores vieron en él el prospecto del gran investigador que llegaría a ser, y le encomendaron desde entonces delicadas labores de inteligencia para identificar y capturar a delincuentes. Podría decirse que fue un precoz oficial que desde muy temprano se ganó la confianza de los altos mandos.

Siendo procurador general de la nación, en 1989, tuve la fortuna de conocerlo como “capitán antiguo”, como se dice en el argot policial. Estábamos en plena lucha contra el narcoterrorismo, y los jueces –al igual que buena parte del país– se sentían intimidados por la “dupleta” Rodríguez Gacha-Pablo Escobar, empeñados ya no solo en consolidar su emporio criminal, sino en tumbar a toda costa el tratado de extradición con los Estados Unidos.

El director de la Policía, el loriquero Miguel Antonio Gómez Padilla, un joven brigadier general que gozaba de la plena confianza del presidente Virgilio Barco, me pidió que recibiera al ya conocido capitán, quien me llevaría una información completa sobre el organigrama del cartel de Medellín. Me explicó que era necesario actuar inmediatamente, pero que los jueces de instrucción de la época no se atrevían a autorizar unos allanamientos. Quedé plenamente convencido de la seriedad de lo que el capitán Naranjo me advertía, y logré finalmente que un juez de instrucción autorizara más de cien allanamientos, con cuyos resultados comenzó a penetrarse la estructura del poderoso cartel.

Ya este oficial, con el soporte del director general, era el “hombre de la inteligencia” contra los carteles de la droga. Desde ahí pude seguir su fulgurante carrera hasta su merecido y precoz ascenso a la Dirección General de la Policía. Sin proponérselo, pues no es un hombre que atropelle, los presidentes y ministros de Defensa lo consultaban más a él –como mayor o coronel– que a sus propios jefes a quienes él, desde luego, siempre respetó.

Desde entonces, también tuvo el apoyo de los organismos internacionales de inteligencia, bien fueran de Estados Unidos, el Reino Unido o de España. Desde Virgilio Barco hasta Juan Manuel Santos, los presidentes, claro está con la anuencia de sus jefes en la Policía, como el propio Gómez Padilla o Rosso José Serrano, quien lo nombró primer director de la Dirección de Inteligencia, Dipol, lo tuvieron como asesor, consejero, aliado y escudero en la lucha contra la gran delincuencia derivada del narcotráfico, la guerrilla o los paramilitares.

Sin ser un actor político, se mueve como pez en el agua en los vericuetos de la política, y conservando las distancias atinentes a su actividad policial, ha sido contertulio de congresistas, ministros, gobernadores, alcaldes, profesores universitarios, autoridades extranjeras, directores de medios y periodistas. Conserva la discreción propia de quien como director de inteligencia conoce muchos de los secretos mejor guardados del país.

Por todas esas razones, en buena parte, cuando el vicepresidente titular, Germán Vargas Lleras, tuvo que retirarse –por audaz jugada constitucional de sus contradictores políticos– para aspirar a la Presidencia, el presidente Juan Manuel Santos le hizo el “guiño” al Congreso para que lo designara como vicepresidente en el último tramo de su mandato. No fue difícil que, a pesar de no haber tenido militancia anterior al Partido de la U –que había sido fundado por Santos en homenaje a Álvaro Uribe– lo avalara, ya que por mandato constitucional el vicepresidente debe pertenecer al mismo partido del jefe de Estado.

Cumplió decisivo papel en los acuerdos de La Habana, que permitieron la desmovilización del grueso de guerrilleros de las Farc, y fue designado, además, ministro consejero para el manejo del posconflicto.

Ha demostrado ser un cronista y escritor en relación con episodios decisivos del acontecer nacional. Este libro, El derrumbe de Pablo Escobar, es un ejemplo claro, pues en limpia prosa se muestra como historiador, cronista, pero también protagonista de una accidentada época de la vida nacional. El libro va más allá del título, pues aparte de describir con detalles los días finales del capo, se adentra en el surgimiento mismo de los carteles y de la lucha de arriesgados colombianos para combatirlos; entre ellos se destaca en primerísimo lugar el autor, muchos policías, militares, soldados y funcionarios.

Son apasionantes –al estilo de las mejores novelas policíacas– las descripciones sobre la manera como avezados investigadores fueron cercando a Escobar después de su vergonzosa “fuga” de la “cárcel” de La Catedral, con paciencia y audacia, y afrontando el desespero e injustificadas críticas de la sociedad y de los políticos que pedían prontos resultados; afectándole poco a poco su círculo de aliados y guardaespaldas; utilizando sofisticados métodos –como conseguir que el gobierno alemán devolviera a sus familiares para llevar a Escobar al desespero– hasta triangular sus angustiosas llamadas para que las autoridades pudieran localizarlo prácticamente solo, pero armado, en su última casa escondite, y acabar con su azarosa vida criminal huyendo y en un tejado, ese 2 de diciembre de 1993, cuando cumplía 44 años.

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