Una vez mi padre me confesó que había extraviado las facturas y balances que soportaban los gastos del mes anterior del sanatorio que administraba. Ese día le tocaba reunirse con el médico director y pensó que lo despediría. Sin embargo, en la noche estuvo tranquilo mirando televisión. Así que le pregunté por el desenlace del asunto y, aún sorprendido, dijo que el médico director se echó a reír de solo imaginar el “menudo lío” que tendría el contador; y enseguida pasó a discutir otros asuntos como si nada. Sin duda, un gesto de confianza provocado por la incertidumbre: El médico director no podía remediar la ausencia de información, así que dejó que mi padre se encargara. Ahora, si hubiera recibido aquellos datos extraviados, no habría razón para el acto de confianza porque, la rendición de cuentas sería transparente, es decir, verificada partida por partida.
Pero el espíritu de estos tiempos es la desconfianza. Fukuyama extraña que un apretón de manos no sea ya suficiente para sellar un contrato. La confianza ha sido desterrada de lo cotidiano a causa de la multiplicación del mal, como diría el apóstol Mateo; convirtiendo la transparencia en un imperativo que abarca “todos los procesos sociales”, más que nada en la esfera pública: economía, política y comunicación (Han, 2022).
La transparencia hace todo “calculable, controlable y homogéneo”. Agréguese: palpable. Así que lo diferente, lo singular, incluso lo identitario, es expulsado. Esta transparencia no genera confianza, es su némesis. Estamos, entonces, en la sociedad de la desconfianza y solo siendo transparentes podemos ser admitidos. Tenemos que despojarnos, a nuestro pesar, de aquello que nos diferencia, de aquello que está oculto en cada uno y nos hace únicos. Debemos mostrarnos todos iguales, homogéneos, controlables, sin narrativas individuales y convertirnos en datos, información, lo único que es genuinamente transparente. Esa parte “esencial” no nos sirve para la admisión. La confianza ha muerto.
Y en política, como en administración pública, la desconfianza exige transparencia. Los partidos tradicionales, enredados en sus narrativas épicas e ideológicas, se resisten a la mutación. Ante este reclamo aparece el outsider, podría decirse; sin épica, pero con datos e información a la vista. No creo que estas cosas nazcan de manera consciente sino intuitiva. Recuerdo el caso del catalán Albert Rivera, quien se mostró desnudo, en su campaña al parlamento, para demostrar que era un hombre sin pasado, sin ocultamientos, y ceñido al nuevo imperativo.
El político transparente creará, al modo de Frankenstein, la democracia transparente. Han la percibe como la democracia del botón de “me gusta”. Sartori, cuando hablaba de democracia refrendaria y directismo, la llamó “democracia electrónica”. Como sea, las decisiones políticas se reducirán a opciones absolutas sin considerar contradicciones y particularidades. Bastará un clic de las masas para su ejecútese.
¿Será posible llegar a esto? No lo sé. De hacerlo sería un escenario antinatural y, como dice Han, lo humano se opone a la transparencia. Pienso en un mundo gobernado por la IA, demencialmente controlado y mortalmente aséptico, donde los datos constituyen las nuevas partículas elementales de nuestro mundo. Lo cierto es que un simulacro de democracia está en camino, aunque solo parece reemplazar al caudillo por la computadora.