En esa entrega que persistió hasta el hartazgo estaba, no de manera deliberada pero sí implícita la cesión del país a una jauría de desalmados cuyo propósito final era el asalto al erario público y su perpetuación en el poder. No busco endilgar las culpas de la tragedia que azota al país únicamente a aquella locura extremista que cantaba victoria con la supuesta deslegitimación del Gobierno, sino alertar sobre el riesgo de la repetición del error que nuevamente entregó el poder absoluto en 2018 y 2019. Este mismo yerro no puede replicarse ahora en 2024, cuando la oportunidad de erradicar esa peste es gigantesca por la duro aversión, mayor al 90%, que experimenta el nombre de Nicolás Maduro.
Mi recorrido reciente por el oriente venezolano, hasta los confines de la península de Paria, por montañas y llanos orientales y luego por el centro del país, me dejó la sensación de una tierra devastada en la que el tiempo parece haberse detenido o, peor aún, retrocedido. De veinticinco años perdidos, resumidos en pueblos fantasmas, pobladores acurrucados en algún rincón, retorciéndose de hambre, carreteras plagadas de intransitables baches, aterradoras historias de bandas armadas de jóvenes nacidos en los años de esta barbarie revolucionaria que armados hasta los dientes impiden el libre tránsito, kilómetros de cementerios de redes ferroviarias nunca concluidas, decenas de gimnasios verticales, prueba incontrovertible del robo descarado a la nación, pueblos y ciudades padeciendo seis y ocho horas sin luz, estaciones de servicio sin gasolina, servicios públicos que nada tienen de públicos ni de servicios, relatos insólitos de abusos de autoridad, plantaciones arrasadas y antiguos galpones industriales transformados en escombros conforman un paisaje geográfico penoso que explica y atestigua la vergüenza del hambre y la miseria sembradas por un régimen autoritario atrincherado en la delincuencia, la incapacidad y la corrupción.
El país anhela decisiones serenas, de amplitud, consensuales en torno a una opción electoral que permita recobrar paz y libertad, justicia y democracia, bienestar y modernidad. Pero se encuentra con un Nicolás Maduro que se dirige a los venezolanos con un cinismo brutal, como si su conciencia estuviera blindada ante la destrucción que asola el país. Su desvergüenza al hablar, sin un ápice de rubor, no conoce límites. Al atribuir exclusivamente a las sanciones la culpa de la espantosa crisis que ha sumido a la nación en un pozo séptico, donde la miseria flagela a más del noventa por ciento de la población, pretende que obviemos que la principal responsabilidad del desastre recae sobre sus hombros. No es que justifiquemos las sanciones, sino que estas son apenas una fracción ínfima de la causa del oprobio en el que vivimos. El repudio que ha cosechado Maduro se extiende incluso a la inmensa masa de chavistas que disfrutaron de cierto bienestar bajo el populismo descontrolado de su predecesor. El saqueo de las arcas nacionales ha ocurrido descaradamente ante sus ojos, mientras su entorno personal es señalado por la opinión pública como los arquitectos principales de este latrocinio.
Maduro camina indiferente ante las pillerías de su Gobierno, se desentiende del delito de Tarek El Aissami, acusado de desfalcar al menos 23 mil millones de dólares, quien, impune, pasea despreocupado, derrochando el dinero mal habido a manos llenas. La grotesca farsa de la honestidad se perpetúa en cada palabra pronunciada por el mandatario. No resulta exagerado afirmar que la rosca gobernante encuentra su salvación únicamente en los brazos de la abstención; un hecho que conocemos bien y que se ha evidenciado en desentendimiento masivas en justas electorales. Que ha tenido su contundente contraparte en los procesos de 2007 y 2015, así como en numerosos eventos locales y regionales, en los cuales ha quedado inequívoca constancia de dónde yace la mayoría. Ahora bien, la cuestión de la fuerza es distinta. La fortaleza del Gobierno se nutre de nuestra debilidad, una fragilidad que tiene su raíz principal en la constante tentación de la abstención. Esta tentación emana del cesarismo que impregna a la dirección política opositora, una debilidad que parece contaminada por el ADN chavista, resumida en la fórmula cerezoleana: líder, ejército, pueblo. Este mal se desanuda del interés colectivo al anteponer intereses individuales, al sostener liderazgos en falsas expectativas, diciendo lo que la gente quiere escuchar, por más irrealizable que sea. No obstante, existen señales claras de una voluntad general de cambio, palpable en cada calle, en cada esquina, en cada hogar y en cada ciudadano.
La intención popular de superar esta tragedia resulta innegable, se percibe en cada conversación, y hasta Maduro lo registra expresando su miedo con ira cuando amenaza con ganar las elecciones presidenciales “por las buenas o por las malas”, palabras que entrañan la intención malévola de alejar el voto, por miedo a sentir esa suerte de estaca de la libertad en el pecho del monstruo autoritario. A sus aviesas palabras hay que responderle convirtiendo en consignas generales las frases siguientes: “Sólo la abstención lo salva” y “Con mi voto ni ofendo ni temo” para blindar este abrumador sentimiento de cambio.