“La película que dijeron que nunca se podría mostrar”, titula el afiche de promoción. “Lo más sangriento que jamás haya pasado delante de una cámara”, rescata un recuadro. La imagen muestra a una mujer desnuda, un gesto erótico, una tijera y sangre derramada. El film se llama Snuff y está escrito en letras rojas. Debajo, el tagline, un eslogan emblemático, sugestivo, provocador: “La película que sólo podía hacerse en Sudamérica, donde la vida es barata”. La última palabra está en mayúsculas. Que la vida es barata es un desprendimiento del imaginario estadounidense que supone que en Sudamérica perduran civilizaciones anárquicas o salvajes donde se comercializan las muertes, los órganos. Lo barato fue el costo de producción: poco más de veinte mil dólares, que recuperaron los productores originales cuando vendieron el nombre original del film. Porque al principio no fue Snuff, sino The Slaughter. Pero eso apenas reviste un detalle: la historia del género cinematográfico que nació (en Sudamérica y) en Argentina esconde infinidad de matices.
Por infobae.com
La raíz está en Charles Manson. Ese líder mesiánico, falso profeta, gurú de un culto hippie, patrón de una secta criminal, que convenció, con su carisma y sus delirios, a sus seguidores -almas perdidas, jóvenes marginados- para que perpetraran masacres como resguardo de una inminente guerra racial. El 8 de agosto de 1969, tres mujeres de 21, 22 y 23 años del clan Manson mataron, con salvajismo y crueldad, a la actriz Sharon Tate, al bebé de ocho meses que llevaba en su vientre, a cinco de sus amigos y al matrimonio de Leno y Rosemary LaBianca. Lo hicieron en su mansión de Los Ángeles, en las narices de Hollywood.
Charles Manson y su secta penetraron en la cultura estadounidense con virulencia. El caso, en días de hippismo, revolución sexual y auge del binomio paz y amor, rompió la idiosincrasia de comienzos de los setenta. La industria cinematográfica tomó nota. Ese hombre insignificante de 1,57 metros de altura, concebido en un encuentro casual entre una trabajadora sexual alcohólica y un obrero sin voluntad de paternar, delincuente precoz y discreto, dueño de una mirada diabólica, fundador de un culto satánico, mentor filosófico de mujeres bellas, autor intelectual del asesinato de cuarenta puñaladas de Sharon Tate, actriz y pareja del director de cine Roman Polanski, parió un nuevo subgénero: Manson fue inspiración para las películas de la época.
Hubo en exceso. Jack Bravman entendió que el tema no se había agotado. Era un canadiense con legajo en la industria: actor, productor, director, escritor, representante de artistas. “Bravman había encontrado un negocio muy redituable haciendo películas que pasaban sin mucho margen los comités de censura”, dice Santiago Calori, que se autodefine como guionista, investigador y un poco documentalista, en su portal Míralos morir. Calori brinda el contexto de la industria hacia finales de la década del sesenta. El cine porno estaba prohibido en los Estados Unidos, pero tampoco tanto. Había cierto margen de laxitud y flexibilización. Cada jurisdicción imponía sus propias fronteras morales. Nueva York era la meca de la procacidad.
Lo que se prohíbe, se cotiza. “Empezaron a proliferar una serie de películas donde había escenas de sexo simulado. Esta nueva variante de sexploitation se distribuía casi exclusivamente en el Estado de Nueva York en un circuito de autocines y cines de mala muerte con dueños independientes”, grafica Calori. Los distribuidores vieron la veta. Comprar películas extranjeras para adulterarlas, sexualizarlas y reestrenarlas con una promoción cautivante, fastuosa: un rulo virtuoso que genera sus dividendos. Incluyeron primero piezas eróticas, después escenas de sexo violento. “Era claro que estaban probando los límites de lo que pasaba y lo que no -entiende Calori-. Y en Nueva York, la moral estaba bastante laxa: estas películas se proyectaban sistemáticamente en la calle 42, a la altura de Times Square que por aquel entonces no era ese ‘Disneyland a cielo abierto’ que es hoy sino un lugar sórdido, con prostitución, proxenetismo, drogas y diez cines por cuadra”.
Jack Bravman era amigo de Michael Findlay. Bravman era distribuidor. Findlay era director. Había trabajado como camarógrafo y editor de noticieros: fabricaba historias con naturalidad. Lo hacía rápido y lo hacía solo. Vendía producciones propias bajo un seudónimo. Era un gerente del cine de explotación de mediados de siglo XX. Producía, a granel, piezas de bajo presupuesto que respetaban un propósito monetario: perseguía el éxito comercial y la penetración cultural, a costa de la excelencia estética o la calidad artística. Findlay tenía una novia predispuesta, Roberta. Ella hacía lo que hiciera falta, llenaba el hueco que hubiese, en cámara o no. En “Mi marido me obligó a hacerlo. Le dije: ‘No sé cómo hacer esto’. Y él dijo:’”¿Ves este botón? Sólo presiónalo y dispara lo que veas’. Y yo dije: ‘De acuerdo’. Así es como empecé. La primera película que rodé fue Snuff en Argentina”, acreditó en una entrevista con la revista Komplex.
Bravman -dice Calori- tenía aceitado el circuito de inversores. Sabía cómo financiar una película y cómo recuperar la inversión. Le presentó un proyecto ambicioso a Findlay: rodar una película sobre el clan Manson en Buenos Aires, donde podría aprovecharse de los recursos de una industria robusta a un costo módico. Tampoco pagaría los pasajes aéreos. Bravman canjeó los boletos por un paneo en el rodaje con una aerolínea chilena que, incluso, le permitió quedarse de vacaciones en Brasil. Calori sugiere que Aerolíneas Argentinas también pujó por esa oportunidad de publicidad solapada. “Nada de esto se pudo probar con exactitud, tampoco de dónde salió la plata para filmar, ni qué podía llevar a un productor y dos directores exploitation yanquis a aventurarse a la Argentina de Lanusse”, ilustra el guionista en su texto.
En febrero de 1970 llegaron al país Jack Bravman, Michael y Roberta Findlay. Michael odiaba viajar en avión. Tardó una semana en superar la angustia del largo vuelo y tres en terminar de grabar la película. Walter Sear pensó la idea macro. Michael escribió el guión y dirigió. Roberta fue la directora de fotografía. Jack Bravman, el productor general. Ninguno era el mejor en lo suyo. Horacio Fredriksson, distribuidor, productor de cortos publicitarios y propietario de Delta Films, ofició de enlace. Proveyó su estudio, sus equipos, contrató al personal técnico -cobraron sueldos entre sesenta y quince dólares por semana- y postuló a gran parte del elenco. Margarita Amuchástegui, su secretaria personal, modelo publicitaria, con escasa experiencia en un set de filmación, hizo de Angélica.
Michael Findlay hizo de un detective y Roberta actuó de Carmela. Clao Villanueva interpretó a Horst Frank, Alfredo Iglesias al padre de Horst, Ana Carro a Ana, Liliana Fernández Blanco a Susanna, Enrique Larratelli a Satán, Aldo Mayo a Max Marsh. El elenco argentino se completó con Mirta Massa, ganadora del certamen de belleza Miss International Beauty 1967 y actriz principal del film, en la piel de Terry London. La trama no disimula la musa. Mujeres procaces, salvajes y sombrías (Angélica, Ana, Susanna) que le rinden obediencia y pleitesía a un líder de culto (Satán) deben planificar un ritual de sacrificios para alimentar la fuerza espiritual de su credo y concentran su misión en una joven actriz (Terry) que cursa un embarazo. Cualquier parecido con la realidad -con el caso Charles Manson, con el crimen de Sharon Tate- no es pura coincidencia.
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