La confrontación entre el Estado de Israel y Hamas hurga en los intersticios del horror desde su comienzo por la acción de ambos bandos. No hay límite. Esta semana, certeros misiles israelíes segaron la vida de siete inocentes, ajenos al conflicto, pertenecientes a la organización asistencial World Central Kitchen, reconocida mundialmente por su cometido humanitario. Cumplían misión de alivio al hambre de civiles gazatíes, en especial niños, cercados y sin recursos. “Un error”, ha aludido la fuerza israelí. Presumámoslo así, hasta prueba en contrario.
Pero no sería un error aislado. Ya han perecido cerca de 200 voluntarios. Se inscribe además en un contexto de aniquilación indiscriminada que ha cobrado más de 32 mil vidas. Imágenes satelitales estadounidenses han revelado el lanzamiento rutinario de bombas MK4, de 900 kilogramos cada una, por aviones israelíes sobre la Franja de Gaza. Así determinado por la dimensión de los cráteres enormes en áreas urbanas. Son bombas de inmenso poder destructivo que, expertos en explosivos, consultados por The New York Times, censuran su lanzamiento sobre áreas densamente pobladas. Considérese la densidad poblacional de la Franja de Gaza, que en apenas 365 kilómetros cuadrados alberga 2.26 millones de habitantes.
No obstante, la administración Biden, que recientemente ha mostrado “preocupación por las crecientes muertes de civiles en Gaza” acaba de autorizar una transferencia de armas al gobierno de Netanyahu, entre las que incluye más de 1.800 bombas MK4 de 900 kilogramos. Paradójicamente, esta acción coincide también con el alto al fuego aprobado por el Consejo de Seguridad de ONU.
La presencia de los siete jóvenes en ese apocalipsis fue una luz de compasión y misericordia. A la manera de la parábola del buen samaritano que narran las enseñanzas de Jesús, sacrificados tristemente en esas mismas tierras bíblicas. Son mártires del desquiciamiento de quienes atizan una degollina de la que, muy probablemente, ninguno de los dos pueblos involucrados saldrá victorioso.