El asalto a la soberanía diplomática, ejemplificado por la reciente incursión en la embajada de México en Ecuador para la detención del exvicepresidente ecuatoriano Jorge Glas, ha encendido un debate incendiario. Este acto, una clara infracción de la inviolabilidad diplomática, pilar del derecho internacional y estipulado en el Artículo 22 de la Convención de Viena, enfrenta ahora el escrutinio público.
Recordamos con amargura el episodio de 1976 con la Sra. Elena Quintero en Uruguay, una herida abierta en el alma de los venezolanos, donde su secuestro por la dictadura uruguaya en las puertas de la embajada venezolana y su desaparición forzada marcaron un precedente sobre la seriedad de respetar este principio diplomático.
No obstante, este incidente no ocurre en el vacío. El fondo del asunto radica en los delitos perpetrados por Jorge Glas, inmerso en el infame caso Odebrecht. Este esquema de corrupción, uno de los más extensos y destructivos de América Latina, revela la profundidad del impacto en países como Venezuela, Ecuador, Brasil y Honduras, entre otros. La confesión de Odebrecht de haber pagado sobornos ascendentes a 788 millones de dólares pone de manifiesto la envergadura de su delito.
Venezuela es testigo del legado tóxico de Odebrecht: una serie de proyectos esenciales, financiados y abandonados, con un perjuicio económico que asciende a 30,000 millones de dólares. Proyectos como el Metro Tren Guarenas-Guatire, el Tercer Puente sobre el Río Orinoco y el Segundo Puente sobre el Lago de Maracaibo, y otros 21 proyectos quedaron inacabados, evidenciando la corrupción y la complicidad del régimen chavista.
En este contexto, la CIDH de la OEA emite una exhortación contundente, advirtiendo a los estados miembros que se abstengan de otorgar asilo a individuos acusados de crímenes internacionales. Esta posición se alinea con la recomendación del artículo 41(b) de la Convención Americana y resalta la importancia de no ofrecer un escape a los responsables de crímenes que afectan el tejido mismo de nuestras sociedades.
Por tanto, más allá de la protección que merecen nuestras misiones diplomáticas, se alza un deber igualmente imperioso: perseguir la justicia y la rendición de cuentas. El caso de Glas no es solo un asunto de violación diplomática; refleja la tensión entre la ley internacional y la urgencia de enfrentar la corrupción, una plaga que desangra a nuestras naciones y erosiona la confianza en nuestros gobiernos. La corrupción no conoce fronteras y, cuando se perpetúa sin castigo, se equipara a un crimen contra la humanidad, dada su capacidad para devastar las esperanzas y los recursos de un pueblo.
Las embajadas deben ser santuarios de diplomacia, no refugios de impunidad. Este delicado equilibrio entre la inviolabilidad y la acción legal es un desafío que debemos afrontar con valentía, comprometiéndonos a que las protecciones diplomáticas no se conviertan en escudos para delincuentes que han traicionado no solo a un país, sino a toda una región.
@CarmonaBorjas