La secta, de muy pocos miembros, no se diferenciaba en mucho de otras cortadas con la misma tijera: era conducida por un líder considerado espiritualmente superior, tenía una disciplina rígida e incuestionable, mezclaba la búsqueda de un supuesto ser interior con las enseñanzas del chamán yaqui Don Juan pregonadas por el mexicano Carlos Castaneda, sus integrantes utilizaban ayahuasca como alucinógeno para obtener revelaciones y, claro, meditaban para elevarse.
Daniel Cecchini
Los seguidores de la “Secta de Caliguay” – como se la conoció – también conocían la fecha precisa del fin del mundo, fijado para el 21 de diciembre de 2012, y su maestro, un hombre imponente que se hacía llamar “Antares de la Luz”, aseguraba que no era una más de las reencarnaciones de Cristo en la Tierra, sino que era Dios en persona que había bajado al mundo para librar la batalla final contra “el Oscuro”.
Pese a que se conocía que usaban y abusaban de alucinógenos, las flexibles leyes chilenas sobre la libertad de cultos mantenían al maestro y sus devotos fuera de cualquier investigación judicial o policial hasta que alguien – un hombre – denunció mediante una llamada anónima a los Carabineros que habían asesinado ritualmente a un bebé recién nacido. Solo entonces las autoridades tomaron cartas en el asunto y pusieron al descubierto un submundo de horror, donde el control mental que Antares de la Luz ejercía sobre sus adeptos culminó con uno de los crímenes más aberrantes de la historia reciente de Chile.
Eso es lo que cuenta, con rigor investigativo y a través de reveladores testimonios de algunos de los miembros de la “Secta de Caliguay”, el documental “Antares de la Luz: la secta del fin del mundo”, estrenado hace pocos días en la plataforma Netflix.
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