Por lo demás, el término transición resulta poco fiable cuando echamos mano de la historia reciente para tratar de entender qué es o cómo funciona. Ni el estatuto para regir la transición y reestablecer la constitución promulgado por la Asamblea Nacional en febrero del 2019 servía conceptualmente para tal propósito, ni su texto promovido como una legislación especial de carácter necesario cumplió con tal objeto al carecer de la practicidad y funcionalidad que toda ley requiere para su aplicabilidad y eficacia. Además, la finalidad inicial del interinato del diputado Guaidó como titular del poder legislativo, que no era otra que llamar a elecciones presidenciales, nunca se pudo concretar debido a que el plan ideado por el gobierno de Trump fracasó rotundamente, quedando para el recuerdo aquella fotografía de un treinta de abril del 2019 en la que los medios mostraban a Guaidó y a Leopoldo López, recién escapado de la cárcel, en el medio de una solitaria autopista caraqueña esperando un final que nunca llegó. Las consecuencias de ello convirtieron la famosa transición en un sinsentido político al alargarla a marchas forzadas durante cuatro años, en los que se mire como se mire se ayudó a fortalecer al sistema político que se pretendía combatir. Tampoco la propuesta en el año 2020 de los Estados Unidos corrió con mejor suerte, al no contar con la aceptación del gobierno de Maduro.
Un poco más lejos, por allá por la década de los cuarenta del siglo pasado, tenemos que las presidencias de los generales López Contreras y Medina Angarita bajo la constitución de 1936 son considerados periodos de transición hacia la democracia plena por la mayoría de los historiadores, luego de la muerte del caudillo Juan Vicente Gómez que gobernó con mano de hierro a Venezuela durante veintisiete años. Una transición, en todo caso, que duró ocho años nada más debido al golpe de Estado del 18 de octubre de 1945 ejecutado por la oposición civil y militar liderada por Rómulo Betancourt, y un poco antes del cual, en agosto de ese mismo año, se produjo un hecho de singular naturaleza que de algún modo influyó en los acontecimientos de octubre bautizados por sus protagonistas y buena parte de la crítica posterior con el nombre de la Revolución de Octubre. Nos referimos, por supuesto, al súbito ataque de demencia sufrido por el embajador en Washington, Diógenes Escalante, el candidato del gobierno, escogido por el propio Medina, para las elecciones próximas, que vio así frustrada su candidatura cuando contaba, incluso, con el visto bueno de Betancourt, a quien le había garantizado que durante su presidencia se establecería el sufragio universal, directo y secreto que pondría a Venezuela en la lista de los países más democráticos del mundo.
De modo que el diplomático se había convertido, en la práctica, en una suerte de candidato de consenso nacional (a pesar de las aparentes coincidencias con la realidad actual, quien intente buscar más que eso va a perder su tiempo), dicho lo cual cabe preguntarse: ¿Qué hubiera sucedido de no haber sido Escalante víctima de esa jugarreta del destino? ¿Se hubiera producido de igual forma el golpe de Estado? ¿Esperarían Betancourt y las logias militares a que Escalante ganase las elecciones y se diesen los cambios? Nada de eso lo podemos responder a cabalidad y solo la especulación tiene cabida.
De lo que sí no me quedan dudas es de que las transiciones políticas suelen venir con sorpresas y que la transición en paz a la que alude el candidato Edmundo González no está exenta de ofrecernos alguna en los próximos meses.