Lamine Yamal: En la prensa un día te ponen como el nuevo Messi y al día siguiente dicen que tienes que dejar de jugar

Lamine Yamal: En la prensa un día te ponen como el nuevo Messi y al día siguiente dicen que tienes que dejar de jugar

Jjersey de mohair Isabel Marant y pantalones palazzo Etro.

 

Hubo un tiempo, mucho antes de que Lamine Yamal naciera, en que el fútbol era un deporte del pueblo. Fue antes de los clubes–estado, las sociedades anónimas deportivas, los fichajes multimillonarios, las entradas prohibitivas y los vestuarios plurinacionales. En aquel entonces los jugadores que se batían en el campo no eran tan diferentes de los espectadores que los admiraban desde la grada. Aquellos futbolistas se forjaban pegando patadas a una lata en las aceras mugrientas de distritos humildes, desollándose las rodillas en patatales de tierra.

Por GQ





Aún no existían las hoy omnipresentes escuelas de fútbol, y cuando por un azar del destino alguno de esos niños —dotado de un talento sobresaliente— trepaba por el escalafón de las categorías juveniles y los equipos modestos hasta fichar por un club de primera división, se convertía de inmediato en el héroe de su barrio o su pueblo, en orgullo de sus mayores e inspiración para los más jóvenes. Poseer una habilidad especial para darle patadas a un balón era, ante todo, un medio para escapar de la pegajosa pobreza, el único ascensor social disponible para unos niños criados en casas hacinadas y educados en el racionamiento de esos lujos que hoy consideramos parte esencial de nuestras vidas.

Lamine Yamal celebra sus goles dibujando con los dedos de la mano derecha un tres, un cero y un cuatro. Son los tres últimos dígitos del código postal (08304) del barrio de Rocafonda en el que creció. Hijo de padre marroquí y madre guineana, pasó su infancia en ese suburbio de Mataró alimentado por la inmigración africana, uno de esos lugares en los que los niños aún juegan en la calle al salir del colegio, y en los que un balón de reglamento y un par de cazadoras tiradas en el suelo a modo de portería son el único alimento espiritual que necesitan los chavales a la hora de la merienda.

Yamal, como esos niños, empezó a jugar al fútbol en un parque cercano a su casa al acabar las clases. “Siempre estaba ahí”, asegura. “Me pasaba el día entero jugando y sin coger el móvil, no paraba, llegaba chorreando de sudor a casa”. Era tan pequeño que al principio lo ponían de portero para que no estorbara. “Ya entonces sentía algo por la pelota que es lo que me ha llevado hasta donde estoy hoy”.

En una era en la que los grandes equipos se construyen a base de traspasos estratosféricos, Lamine representa la esencia de ese viejo fútbol en el que las alineaciones de los clubes se nutrían de chavales que habían aprendido a driblar sobre explanadas de cemento y a competir en pachangas asilvestradas en las que tres córners seguidos equivalen a un penalti. “Cuando aprendes a jugar en la calle, al final tienes más recursos, porque es un fútbol más callejero, sin tantas normas, y eso te genera más picardía frente a alguien que se ha entrenado en una escuela”, concede Yamal.

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