Lo primero que hay que saber sobre la campaña de Kamala Harris para la fiscalía general de California es que no era necesariamente la favorita para ganar.
Por Shane Goldmacher | The New York Times
Era 2010 —la cúspide del poder del Tea Party— y Harris se presentaba por primera vez a unas elecciones estatales y se esforzaba por desprenderse de la misma etiqueta de liberal de San Francisco que Donald Trump ahora vuelve a esgrimir como epíteto.
Harris, quien entonces tenía 45 años, ya era considerada una estrella emergente en el Partido Demócrata. “La Barack Obama mujer”, la había calificado de manera memorable Gwen Ifill el año anterior. Pero muchas estrellas emergentes se apagan pronto, y ese año Harris se enfrentaba a un formidable enemigo republicano: Steve Cooley, el popular y moderado fiscal de distrito del condado de Los Ángeles.
La reputación del Cooley como fiscal imparcial que lucha contra la corrupción lo había puesto en empate o por poco por delante de Harris en octubre, en gran parte gracias a su popularidad poco común para un republicano en Los Ángeles. Había sido elegido tres veces en el bastión demócrata más poblado del estado.
Harris se estaba quedando sin tiempo y sin dinero cuando llegó a su único debate el primer martes de octubre. Entonces, a los 45 minutos de la hora que duró el enfrentamiento, Cooley dio una respuesta franca, fatídica e insensata.
Fue un punto de inflexión en la campaña. Un mes más tarde, Harris lograría una de las victorias estatales más ajustadas de la historia moderna de California, por menos del 0,85 por ciento de los votos. Sin embargo, incluso la noche de las elecciones, las posibilidades de Harris parecían tan sombrías que Cooley declaró la victoria. La contienda siguió sin resolverse durante tres semanas.
“Todo el mundo escribe la historia como si fuera inevitable”, dijo Averell, “Ace”, Smith, estratega principal de Harris en las elecciones de 2010. La primera victoria estatal de Harris, dijo, fue todo lo contrario.
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