Un día después de votar en unas elecciones presidenciales que habían unido a millones de venezolanos en un llamado por el cambio, España, de 18 años, fue asesinado a tiros en la calle.
Por Julie Turkewitz / The New York Times
El líder autoritario del país, Nicolás Maduro, se había proclamado vencedor, a pesar de la abrumadora cantidad de evidencia de que el candidato de la oposición había ganado. Luego envió a las fuerzas de seguridad a aplastar a la disidencia.
“¿Por qué me mataron a mi hijo?”, gritó en su funeral la tía de España, quien lo crio.
Ahora, Venezuela está de luto, no solo por las aproximadamente 24 personas fallecidas en medio de manifestaciones violentas, sino también por los últimos jirones de una democracia hecha trizas desde hace mucho tiempo. Los pequeños espacios de resistencia que aún quedaban en el país se desvanecen día a día, si no hora a hora, a medida que Maduro arremete contra un electorado que intentó sacarlo con votos.
Durante años, muchas familias venezolanas separadas por la emigración creyeron que acabarían reuniéndose en una Venezuela mejorada, aunque quizá no totalmente democrática. Tras las elecciones, muchos están sepultando ese sueño.
“Más nunca volvería a Venezuela”, dijo una joven, científica de datos residente en Chile, que pidió que no se publicara su nombre porque su madre y otros familiares permanecen en su país de origen. “Venezuela se convirtió en mi peor pesadilla”.
En Caracas, la capital, la policía está estableciendo puntos de control para registrar los teléfonos en busca de cualquier signo de disidencia. Han aparecido marcas negras en forma de X en las casas de supuestos votantes de la oposición. Las fuerzas de seguridad están deteniendo a ciudadanos de a pie por los más mínimos indicios de protesta.
Antes eran sobre todo los activistas quienes se arriesgaban a ser detenidos. Pero en las últimas semanas han sido detenidas más de 1400 personas, según un grupo de monitoreo, Foro Penal. Muchos son ciudadanos de a pie y más de 100 son menores de 18 años. Las autoridades están anulando los pasaportes de activistas de derechos humanos y otras personas, dejándolas atrapadas en el país. Los periodistas huyen en medio de avisos de que la policía de inteligencia los está persiguiendo.
El sábado, miembros de la Guardia Nacional se llevaron a un sacerdote en el estado de Zulia, frente a su congregación.
Los feligreses cantaban arrodillados, mientras el sacerdote desaparecía de sus vistas.
En el pasado, el gobierno por lo general evitaba arrestar a figuras de la Iglesia.
Los líderes de la oposición, Edmundo González y María Corina Machado, han intentado mantener un mensaje de optimismo. Aunque sus apariciones públicas han sido escasas desde las elecciones, no han sido detenidos.
El sábado, como parte de una concentración mundial en apoyo de su movimiento, cientos de personas se reunieron en Caracas, a pesar del despliegue de miles de efectivos de las fuerzas de seguridad del gobierno por toda la ciudad.
“¡No tenemos miedo!”, gritaron los simpatizantes de la oposición, muchos de ellos mostrando fotocopias de las actas por las máquinas de votación el 28 de julio.
Machado estuvo allí, y dio un discurso desde el techo de una camioneta. Sin embargo, González no hizo acto de presencia. Asistir a ese tipo de manifestaciones conlleva un alto riesgo de detención —para los líderes y los simpatizantes— y no se sabe con certeza cuánto pueden durar estos eventos.
En general, reina la censura.
“¡Libertad!”, se atrevieron a gritar dos personas en el cortejo fúnebre de Olinger Montaño, un barbero de 24 años que murió el mismo día que España.
Otros dolientes los hicieron callar rápidamente. En el cementerio en Caracas, donde la madre de Montaño lloraba sobre su ataúd, nadie pidió justicia ni se aventuró a izar la bandera nacional tricolor.
“Hoy fue él”, dijo un amigo, “y ahora podemos ser nosotros”.
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