“No embotello experiencia.
Lo que me interesa es el flujo”
Philip Roth
(“Deudas y Dolores”, Mondadori, Barcelona, 2007, pág. 109)
En Venezuela sobran razones para comentar la naturaleza y características del régimen prevaleciente. El reciente evento electoral lo corrobora. Esta vez, lo que importa es conocer la naturaleza y las características de la oposición que desea reemplazarlo. Porque esa oposición es, algo inevitable, plural, diversa y múltiple. Y no sólo en lo político e ideológico, sino en los rasgos personales de cada uno de sus actores.
Nos referimos a la genuina y convincente oposición democrática y a sus dirigentes, consecuentes con su prédica, naturalmente contradictorios porque nadie es perfecto, pero casi todos con una experiencia unitaria mucho más persistente de lo que pudo creerse al comenzar el siglo. No podemos olvidar que también tienen errores y aciertos, pero siempre tratando de mantener el valor unitario. Son los mismos justos y pecadores del resto del mundo, como los hay en el trópico, Siberia, el Cuerno de África, la Antártida, Montevideo, Ottawa o Jialganat, en el norte de Mongolia. Se compactan y fragmentan de vez en cuando; unos, más oportunistas y pantalleros y, otros son trabajadores de las bases ciudadanas y muy sobrios en sus planteamientos.
Toda esta gama frente a esa falsa oposición que no se atrevía a votar en contra y, muchísimo menos a contrariar al gobierno, en el parlamento de 2020. Y, como la tos, no pueden ocultar sus mejores niveles de vida porque muchos de ellos, desertores de partidos que gozaron de la confianza popular en 2015, llegaron a Caracas con una mano por delante y otra por atrás y ahora gozan de privilegios como los altos jerarcas del gobierno.
El asunto fundamental es saber si el proyecto opositor es personalista, u obedece a un esfuerzo colectivo, mancomunado, como expresión de esa pluralidad que no se puede aplastar. En Chile, país al que tuve la ocasión de visitar en varias oportunidades y de estudiar a fondo el complejo proceso de la transición, fue imposible sustituir a Augusto Pinochet por una persona aferrada a la figuración que le da el poder. Que sepamos, el demócrata-cristiano Patricio Alwyn, de cuyo liderazgo, peso y calidad, no hubo nunca la menor duda, no buscó entronizar, decretando el alwynismo para siempre, entre otras cosas, porque representaba a un partido de líderes sana e internamente competitivos. Por cierto, uno de los líderes más importantes del gran país del sur, el socialdemócrata Ricardo Lagos, no sólo estuvo consciente de que no era el más oportuno nombre para hacer la transición, sino que lo fue más tarde y no se reeligió aunque todavía es portador de un reconocido liderazgo de innegable autoridad moral. Sobre todo, cuando se lucha por una transición democrática, o se le alcanza, los proyectos individuales se dejan de lado y comienza a vibrar la unidad con actores de los que no se sabe en las primeras de cambio cuál llevará el peso de esa transición que es, fundamentalmente, hacia la normalidad, para recobrar la vida normal de toda democracia y el funcionamiento económico normal para un sociedad que aspira a normalizarse.
A mediados de 1957, en Venezuela, se constituyó la Junta Patriótica con los partidos que fueron enemigos y archienemigos entre sí un tiempo atrás. Partidos con líderes de una fortísima personalidad, pero lo esencial, en ese momento, era superar la dictadura. A nadie en la Junta Patriótica se le dijo ? y mucho menos se le impuso? que todos los esfuerzos y sacrificios eran para convertir automática e inmediatamente a Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, Jóvito Villalba o Gustavo Machado, o, en su defecto, a Silvestre Ortiz, Enrique Aristeguieta, Fabricio Ojeda o Guillermo García (representantes de AD, COPEI, URD y PCV en la Junta), en presidente de la transición. Con mucho desprendimiento y sobrada hermandad, ninguno de estos nombres fue parte de la Junta de Gobierno, cuyos dos elementos civiles provenían del sector empresarial, bajo la presidencia de Wolfgang Larrazábal. Para finales de 1958 se hicieron las elecciones donde ganó Betancourt, quien inmediatamente honró el pacto de unidad de las fuerzas civilistas y gobernó en coalición. Por muy jefe y fundador del partido que fuese, aunque constitucionalmente era posible, Betancourt dejó que hubiese el natural relevo político, por dos razones fundamentales: la una, que el proyecto democrático no fue una empresa personalista; y, la otra, por ser poseedor de una ya legendaria experiencia, no la embotelló para su exclusivo consumo personal, la compartió y dejó que fluyera.
Esto nos da una pequeña reflexión de ver hacia dónde nos dirigimos, porque el goce popular lo tenemos de nuestro lado, pero eso no significa que cerremos las posibilidades de cualquier negociación de orden democrática siempre de lado de las leyes y de la razón, porque nuestra primordial función en la política es de proteger y estar de la mano del ciudadano, sacrificando nuestros intereses personal y grupales. Como siempre he mantenido tenemos que insistir en el nacimiento de una democracia no personalista, resistir a las tentaciones que no faltan y que surgen de donde uno menos espera y persistir en mantener el foco en el país y lo que es mejor para él.
@freddyamarcano