En el calderón de las guerras civiles, se revela el corazón marchito de sociedades cuyas entrañas están corroídas por la enfermedad fatal de la violencia. Los horrores emergen como demonios de un infierno particular, desbordando el espacio del debate democrático y transformando las pasiones en un teatro de apocalipsis.
Los extremos políticos, como alimañas en celo, avivan sus propias llamas y distorsionan la imagen de sus adversarios con matices aterradores, si no es que infernales. Con un ingenio diabólico que desafía los límites de la moralidad, explotan la siniestra combinación de miedo y odio, despojando a sus enemigos de su humanidad y su ciudadanía con un acto brutal de despojo. “La pasión con la que se luchó por aquellas causas -refiere Antony Beevor en La Guerra Civil Española”- ha hecho muchísimo más difícil la búsqueda de la objetividad, sobre todo en lo tocante a los orígenes de la guerra. Cada lado ha tratado de demostrar que fue el otro quien la empezó.”
En este convulso escenario, las ideologías actúan como un cuchillo afilado que divide a los hermanos en meros desconocidos, y a los trabajadores y campesinos en enemigos de una clase que alguna vez fue su propia gente. Los lazos de afinidad y comunidad, que un día fueron el tejido mismo de la convivencia, se desmoronan con la rapidez de un hechizo roto.
La pugna entre la izquierda y la derecha es una simplificación cruel que oscurece la realidad del conflicto. Ambas fueron muchas veces poco respetuosas con el proceso democrático y con el imperio de la ley. Entre los contendientes de los dos bandos, se hallaban aquellos que vieron en la guerra civil una oportunidad para resolver viejas rencillas acumuladas durante años de incertidumbre. Una minoría influyente, cargada de odio ciego, fue la artífice de matanzas indiscriminadas y brotes de ira irracional en toda España.
Las capturas, perpetradas sin compasión por ambos lados, y los odios religiosos y de clase, desataron atrocidades tan indescriptibles que ni siquiera la distancia del frente pudo contener. En lugar de confrontar la dureza de la batalla, muchos prefirieron descargar su furia en la retaguardia, donde los civiles se convirtieron en víctimas de un tormento sin control. Al respeto vale traer a la mesa una cínica y dramática anécdota que refiere Paul Preston en su obra “Las Tres Españas”.
Sin piedad
En un rincón de Barcelona donde las sombras de la guerra se entrelazaban con el crepúsculo de los últimos días, Miguel Junyent i Rovira, hombre de fe y rezo, amante de su familia y reconocido carlista en la Cataluña, atravesaba el abismo de su hipertensión arterial con la resolución de un mártir. En su delirio de enfermo, decidió desafiar la siniestra melodía del destino y regresar a su morada, consciente de que la muerte aguardaba con una cita implacable.
Sus pasos, que parecían renegar del inminente adiós, no pudieron eludir las miradas escrutadoras de los milicianos que vigilaban los alrededores de su casa. A pesar de los rodeos y despistes, el sigilo de don Miguel se disolvió ante el implacable ojo de la vigilancia. La noticia de su regreso se extendió como un susurro fatal y, en un parpadeo de la vida y la muerte, los guardias tomaron posiciones. Mientras unos esperaban para evitar cualquier intento de fuga, otros corrían hacia el Comité con el informe de su llegada, que ordenó su detención para el día siguiente con la certeza de su ejecución.
Las fechas se desvanecían en el caos de la historia: Paul Preston afirma que era el 22 de julio, otros murmullos hablan del 16 de agosto, pero lo indudable era que se trataba de unos días después del 17 de julio de 1936, el día en que los generales Francisco Franco, Emilio Mola y José Sanjurjo dieron inicio a la sublevación militar que desencadenó la cruenta Guerra Civil Española. Era, además, la fecha de la piadosa muerte de Miguel Junyent i Rovira.
En la mañana siguiente a su llegada, un grupo de milicianos de la Esquerra Republicana y la Federación Anarquista Ibérica, armados hasta los dientes, se plantaron en la puerta de su casa. Con un fervor que no conocía piedad, tocaban el umbral como si esperaran que la muerte misma les abriera la puerta para saciar su sed de venganza con tan “valiosa pieza” enemiga de la causa republicana.
La España Fratricida
En los laberintos de la España de aquellos días, donde el destino de los hombres se decidía con la contundencia de una guadaña, los ansiosos guardias buscaban a Miguel con una urgencia casi mística. Su condición de destacado hombre de derecha, líder de los tradicionalistas de Cataluña y director del influyente periódico El Correo Catalán, eran agravantes suficientes para ganarse la condena de una nación partida en dos, más fragmentada que en tiempos de guerra. En ese torbellino de ideologías, el país se había convertido en un campo de batalla donde cualquier afiliación política se transformaba en un estigma mortal.
A pesar de los vaivenes del conflicto, como bien señala Preston en Las tres Españas, había un puñado de voces disidentes que rechazaban la guerra, entre ellas las de Salvador de Madariaga y José Ortega y Gasset, que se alzaban como faros de razón en un mar embravecido. Sin embargo, en una guerra, las razones para matar se simplifican con la frialdad de la necesidad, y las venganzas se transforman en justificaciones de sangre, especialmente cuando los odios son tan antiguos como las propias guerras civiles.
España, en el fragor de su fratricida Guerra Civil, se convirtió en un escenario de ecos internacionales, donde potencias globales, con intereses y armas, entraban al combate como actores de un teatro sangriento. Alemania, bajo el régimen de Hitler, enviaba su Legión Cóndor; Italia, con Mussolini, desplegaba su Corpo di Truppe Voluntarie; Portugal, bajo Salazar, enviaba a sus Viriatos, mientras que una Brigada Irlandesa se unía al tumulto. Del lado republicano, la URSS y brigadas irlandesas conformadas por el IRA y el Partido Comunista Irlandés, junto con numerosas Brigadas Internacionales de más de 40,000 voluntarios, incluían a nombres ilustres como André Malraux y George Orwell, en una guerra que permitió a Ernest Hemingway escribir en el umbral incierto entre la novela y el periodismo. En el desvarío de esas jornadas, cada bala parecía llevar el peso de una ideología, y cada vida arrebatada, el peso de un conflicto que aún retumbaba en la memoria colectiva.
Llegaron tarde
En aquellos tiempos sombríos, en que las sombras de la guerra arrojaban más penumbra sobre las almas que el propio conflicto, muchos eran los que preferían mancharse las manos con sangre inocente en la retaguardia en lugar de enfrentar la crudeza del frente de batalla. Las atrocidades perpetradas por ambos bandos eran tan numerosas que su registro parecía un interminable desfile de horrores; actos de extremismo que alcanzaban niveles infames, donde la crueldad era la moneda corriente.
Cuando los milicianos, que en su fervor de justicia sin medida buscaban a Miguel Junyent, llegaron a su hogar, se encontraron con una escena que desafió su expectación: la esposa y la hija del fallecido, con rostros desolados y lágrimas que hablaban de un dolor ajeno a la guerra, les informaron que don Miguel había muerto de un ataque al corazón. La noticia parecía una burla cruel del destino; apenas el día anterior, el hombre aún respiraba, vivía, era tangible.
El diario católico El Defensor de Córdoba describiría más tarde esta muerte como una “muerte piadosa”, un escape providencial del tormento que hubiera sido su ejecución en el cadalso. Pero, en el cruel teatro de la guerra, los milicianos no podían creer la versión de la viuda y su hija. La sospecha de un engaño les impulsó a insistir en ver el cadáver. Al abrir el ataúd y enfrentar la verdad, uno de ellos se dirigió a los otros con un lamento irreverente: «¡Cojones! Ya os decía que teníamos que haber venido ayer.» Y otro, con una mezcla de cinismo y desesperación, demandó un “tiro de gracia” para asegurarse de que aquel lecho mortuorio no ocultara una farsa más en la interminable serie de engaños que la guerra ofrecía.