No le gustaba molestar a nadie. Hablaba poco, no era de iniciar conversaciones, pero cuando alguien le interpelaba respondía con una sonrisa tímida. Era de los últimos diplomáticos de carrera que quedaban en la Cancillería venezolana. Casi todos sus colegas habían sido sustituidos por funcionarios leales a Hugo Chávez, el comandante presidente. Un mundo nuevo surgía mientras el suyo se hundía, quedaba sepultado. Con los que tenía confianza, que en esa época ya no eran muchos, bromeaba y se divertía. Tenía un punto burlón, le gustaba “mamar gallo”. Contaba anécdotas de grandes figuras políticas a los que había conocido trajeado y con un maletín en la mano. Historias desde la trastienda del poder, el lugar que siempre había ocupado por personalidad y por una visión no catastrofista ni acelerada de la vida. Echaba de menos jugar al tenis, tenía un revés nada despreciable. El resto del tiempo lo dedicaba a leer, a escribir libros eruditos y muy específicos destinados a acabar en estanterías cogiendo polvo. Pasaba mucho tiempo con su esposa, con la que vivía en un edificio encaramado en una loma, en un apartamento amplio con un balcón abierto al horizonte cristalino de Caracas. La jubilación, a la vuelta de la esquina, lucía tranquila, sin sobresaltos.
Por JUAN DIEGO QUESADAMIGUEL GONZÁLEZ | El PAÍS
Edmundo González Urrutia, sin embargo, ignoraba que se pondría, casi 20 años después, en el centro de la vida política venezolana, ese lugar del que tanto había huido. Hasta ahora asesoraba a la oposición, pero sin mucho protagonismo, desde cierta distancia. Ha sido a sus 74 cuando aceptó, a regañadientes, el mandato de la opositora María Corina Machado —inhabilitada a ejercer un cargo público— de enfrentarse en las presidenciales de este 2024 a Nicolás Maduro, el presidente de Venezuela. De golpe, en medio del torbellino. Ya había cumplido 75 cuando derrotó casi con toda seguridad a Maduro y este se negaba a aceptar la derrota y juraba, y jura, mantenerse en el poder a partir del 10 de enero de 2025, para desconcierto de casi toda la comunidad internacional, en especial de Estados Unidos, que le ruega que reconozca el resultado de las urnas y dé pie a una transición. Ese momento histórico, llegado el caso, lo comandaría el recatado y discreto Edmundo González, alguien mesurado en un momento cargado de histrionismo.
Su último movimiento, sin embargo, ha modificado todo el tablero político en Venezuela. El sábado pasado decidió irse a España, ya fuera idea suya o le hubieran inducido a ello. El Gobierno de Pedro Sánchez quiso mantenerlo en secreto, pero otros países se enteraron y lo filtraron a las 00:02, hora Caracas. “El viejito se va. Le está esperando un avión en República Dominicana”, revelaban por mensaje. La noticia agarraba a casi todo el mundo por sorpresa. Según fuentes conocedoras de la negociación, en ella desempeñaron un papel importante el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero y el embajador español en Caracas, Ramón Santos. El ministro de Asuntos Exteriores de ese país, José Manuel Albares, diría más tarde que se trataba de una petición de asilo, pero no era usual en absoluto. En los detalles de la marcha de Edmundo González participaron los hermanos Rodríguez, Delcy y Jorge, que conforman el núcleo duro en torno a Maduro. El propio presidente de Venezuela reconoció que estuvo al tanto de tanto detalle y que dio su beneplácito a que su principal competidor para enfundarse la banda presidencial en enero se fuera al exilio.
El fiscal, Tarek William Saab, también conocía en vivo lo que se hablaba en el interior de la Embajada española a esas horas, según ha confirmado él mismo a este periódico. Saab fue el encargado de acosar y perseguir judicialmente a Edmundo González, sin que hubiera motivos reales para ello. Días atrás había emitido una orden de busca y captura en su contra y amenazaba, así como lo hacían los otros dirigentes chavistas de peso, con llevarlo a cárcel, con la excusa de que había subido a una página web las actas electorales que le otorgan una clara victoria y que el CNE, el ente electoral, se ha negado a mostrar en este tiempo —Edmundo González ni siquiera se ocupó de diseñar esa página ni su estrategia—. En cualquier caso, el mazo represor del chavismo pendía sobre su cabeza. Dijo que sí a España y en cuestión de pocas horas, lo que tardó en llegar un salvoconducto, se subió a un avión de la Fuerza Aérea española y cruzó el océano. Allí arriba, a más de 30.000 pies de altura, por fin tuvo un momento de tranquilidad, sin cobertura de teléfono, sin wifi, sin el ruido que llevaba meses rodeándolo. Adiós a la patria que tanto ama y que no sabe si alguna vez volverá a ver. Adiós a la bella Caracas.
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