Suena familiar en nuestro patio tan patriótico reclamo. Hace unos veinte años la celebración de esta efeméride por el entonces nuestro caudillo, fue una encendida proclama en la que denigró la vil intrusión europea en contra de nuestros ancestros originarios. La cuenta la pagó el Almirante de la mar océana, cuya estatua, que se erguía apacible en el parque de los Caobos, fue arrastrada por una encendida turba. Iracundo, el caudillo invocó el Ana Karina Rote de nuestros Caribes, que traduce –muy inclusivo– “solo nosotros somos gente”. De estar vivo, imaginamos, habría convocado una protesta continental en apoyo a las pretensiones mexicanas.
A la luz de estos arranques ultranacionalistas y leyendo el estupendo ensayo histórico de Irene Vallejo El infinito en un junco, se nos ocurre, que la señora Gordana Silianovska-Davkova actual presidente de Macedonia del Norte, estaría obligada a pedirle perdón a una ristra de países, desde La India hasta Egipto, por las travesuras inagotables del joven Alejandro Magno, quien los conquistó a todos a sangre y lanza. Eso fue hace 2.300 años, pero para estos deudos vernáculos tales crímenes no prescriben.
Los berrinches de patriotismo se inscriben en el nacionalismo anacrónico, una materia incluida en el pénsum del populismo progre, que sirve fielmente al inveterado argumento de que el culpable natural de nuestros males siempre viene de afuera. Los mandatarios mexicanos sabiamente resolvieron buscarlo en España, para no importunar a EE.UU., a quien siguen teniendo demasiado cerca.