Es la pregunta que uno esperaría se estuviesen haciendo más de uno de los que integran la estructura de poder que sostiene al dictador. Porque, más allá del ineludible juicio moral, de conciencia, que deberían confrontar por sostener tal oprobio –nótese, lamentablemente, lo condicional—, es inevitable un examen más directo o mundano, referido al sentido o propósito de tal apoyo. ¿Para qué ha servido? Porque Maduro, como conductor visible del proceso, sólo puede mostrar fracaso tras fracaso, sobre todo durante este último año. No obstante, se mantiene ahí, a pesar de encarnar la peor derrota sufrida por el chavismo desde que emergió como opción de poder. Es menester, por ende, una mirada más acuciosa a fin de desentrañar los elementos explicativos de tan insólita resiliencia para un fracasado. Resalta, obviamente, su disposición a reprimir y la cruel eficiencia con que la ejecuta. Pero esa respuesta solo traslada a otra pregunta, más básica, ¿por qué puede recurrir, tan impunemente, a la represión de sus compatriotas? Tres son los factores a destacar como explicación de lo anterior: 1) la corrupción; 2) la argamasa ideológica; y 3) la solidaridad automática entre cómplices.
Chávez comprendió desde el comienzo que la corrupción deliberada podía convertirse en instrumento de poder. Permitió a los suyos, sobre todo a los militares que lo acompañaban, embarrarse en prácticas non sanctas al frente del Estado: El Plan Bolívar 2000, el Complejo Agroindustrial Azucarera Ezequiel Zamora (CAAEZ), CADIVI, PdVSA, CVG, Cartel de los Soles y un sin número de oportunidades de lucro administrando a discreción cuantiosos recursos en las misiones que se fueron creando. Las fortunas acumuladas incentivaron su apoyo, pero con una Espada de Damocles encima, la de ser procesados por corruptos si resbalasen en su lealtad hacia él. Para eso tomaba notas. Aseguró, así, la adhesión sólida de militares y civiles, transformados en auténticas mafias. Cabe recordar que la bonanza petrolera bajo su mandato permitió que estas prácticas se extendieran, incluso, a niveles subalternos de su gestión de gobierno. Alcanzaba la renta para todos, ¡para eso era la “revolución”!
Maduro siguió con estas prácticas, pero bajo condiciones bastante menos favorables. Con asesoría cubana, instrumentó su versión del GAESA (Grupo de Administración Empresarial, Sociedad Anónima) que, bajo el MINFAR, controlaba cerca del 80% de la economía antillana. Carente de ascendencia sobre las FAN, Maduro fue entregando a militares escogidos el manejo de la CVG, de los puertos y aeropuertos, de las empresas públicas y, a finales de 2016, incluso de PdVSA. La cúpula de la Fuerza Armada pasó a ser dueña de astilleros, instituciones financieras y de seguros, empresas agrícolas, de construcción, bebidas, ensamblaje de vehículos, transporte, alimentos, armamento y televisoras, entre otras, y de la Compañía Anónima Militar de Industrias Mineras, Petroleras y de Gas, C.A. (Camimpeg), constituida para intermediar en negocios relacionados con la riqueza petrolera y minera del país –oro, diamantes, cobalto y vanadio—, en este último caso en alianza con el ELN colombiano y otras bandas criminales. Con la feudalización de la estructura organizativa castrense –REDIs, ZODIs, ARDIs—se disolvió la cohesión y la unidad de mando de la fuerza en “cotos de caza” disgregados para la extorsión y para otras formas de expolio. Junto con los “revolucionarios” (civiles) involucrados, fue consolidándose una madeja mafiosa que rivaliza, pero también colabora entre sí, en la prosecución de sus intereses. Completa el cuadro el perfeccionamiento, también bajo asesoría castrista, de los mecanismos de contrainteligencia militar para detectar, reprimir y hasta hacer desaparecer a quien decidiera rebelarse, dentro o fuera de la FAN, contra estas prácticas.
El segundo factor, el papel de la ideología, había caído en desuso con el desgaste y la pérdida de credibilidad del proyecto chavista. Mantener una retórica y una postura tan contraria a la “normalización” con que Maduro buscaba legitimarse no tenía sentido, más cuando tan pocos creían en ella. Pero ahora, con el vuelco de 180° dado para sostener la Gran Mentira del triunfo electoral de Maduro y abandonada toda pretensión de apegarse a la verdad, la ideología vuelve a ocupar lugar central para apuntalar al régimen, como corresponde al fascismo. Pero ya no se enfila a disputarle a las fuerzas opositoras la ascendencia sobre “las masas”. Su beligerancia nada tiene que ver con su capacidad de convencerlas acerca de la realidad. Se trata, ahora, de galvanizar a los seguidores que le quedan para la guerra, de cerrarlos a todo cuestionamiento externo, a toda discrepancia, y blindarlos contra quien insiste en la realidad, indisputable, de que Edmundo González Urrutia ganó por paliza las elecciones del 28-J. Y como intuye que la inmensa mayoría del pueblo y muchos de los suyos saben que ello es así, el liderazgo fascista incrementa la virulencia de su retórica. Destapa por doquier la amenaza de enemigos poderosos y desata en su contra una batería de descalificativos y de odios para poder “justificar” la represión despiadada de las últimas semanas. La ideología opera ahora como un bálsamo que absuelve atropellos y desmanes, por encima de todo criterio moral, ético o humano. Estimula el comportamiento fanatizado de secta, en guerra con el mundo, decisivo para fortalecer la solidaridad basada en la complicidad.
La solidaridad automática entre quienes se saben cómplices de crímenes imperdonables, el último factor explicativo referido al comienzo quizás sea el más eficaz. Es como la cuarta fuerza, aun desconocida, que mantiene unidas partículas de igual carga en el núcleo de un átomo, pero en el caso de la oligarquía militar / civil venezolana, de signo cruelmente negativo. Es el llamado a una única salvación posible: “evitar que zozobre el bote de complicidades en que nos encontramos. Por separado, nos hundimos”. Y aquí la construcción ideológica del fascismo madurista, de la manera más cínica, proyecta en las fuerzas que reclaman el respeto de la voluntad popular, sus propias conductas delictuales: “fascistas que buscan ejecutar un golpe de Estado, terroristas que siembran odio y atentan contra la paz” (¡¡!!). Y como conocen sus propias perversiones, atribuírselas a sus “enemigos” debe asustarlos. “Por más inescrupulosos y malucos que seamos, sólo unidos sobreviviremos”. La descomposición hecha apremio, que se extiende también a sus socios internacionales, los gobiernos forajidos de Cuba, Nicaragua, Rusia e Irán y las bandas criminales de la guerrilla colombiana, de Hamas, Hizbolá, del tráfico de drogas y otras.
Pero sucede que estos soportes se debilitan. La expansión de un régimen de expoliación para comprometer a factores decisivos de poder en el sostenimiento del régimen arruinó a la economía. Ya no alcanza para satisfacer tan amplio tinglado de complicidades. La prosecución de la Gran Mentira ha extraviado el sentido de la arenga ideológica. El apartheid que urge aplicar Diosdado Cabello contra “los escuálidos” desentona con las exigencias de la tercera década del siglo XXI. Más aún la increíble estupidez de acusar a los presidentes, Boric y Lula, de ser “agentes de la CIA”, como hizo Tarek Saab. ¡Qué manera de perjudicarse a sí mismos! Más allá del núcleo fascista duro, ¿tiene sentido sacrificar el futuro para defender semejante disparate? Y ello apunta a la falacia del último factor. No tiene sentido la solidaridad automática si se contempla una justicia transicional para tratar los delitos cometidos –salvo los de lesa humanidad—de manera de facilitar el proceso democratizador. En vez de buscar venganza, la intención tiene que ser una convivencia basada en criterios de justicia aceptables para la consolidación de un régimen democrático. Les convendrá a muchos acogerse a ello.
Los tropiezos y la división entre fuerzas opositoras llevaron, en distintos momentos, a forjar la imagen de un Maduro imbatible, apoyado como estaba de los aparatos de seguridad y de contrainteligencia montados con los cubanos. El realismo demandaba hacer concesiones digeribles por el chavismo: candidatos “potables”, menos enfrentados, “cohabitación” en un futuro gobierno de transición, para poder avanzar hacia la democracia. El liderazgo decidido de María Corina Machado y de quienes la acompañan acabó con tal presunción. Y la población, motivada por las expectativas de triunfo y convencida de que el cambio democrático es factible, derrotó abrumadoramente a Maduro el 28-J. Su torpe negativa a aceptar el veredicto popular nos indica su naturaleza fascista. Pero en su desesperación, hace gala de su gran vulnerabilidad. No tiene idea hacia dónde dirigirse. Solo se le ocurre desempolvar viejos fanatismos que ofrecen más fracasos. Es una pérdida de tiempo intentar apaciguarlo. Con la verdad en la mano y un apoyo internacional resuelto, los venezolanos sabemos que debe seguirse, ¡hasta el final!