A partir de 1958, en medio de las más tercas conspiraciones y sublevaciones desde todo el espectro político e ideológico del país, hubo que llevar a pulso, día por día, el mínimo consenso necesario en todas las direcciones colegiadas dentro y fuera del Estado, a objeto de estabilizar su conducción. Numerosas las entidades políticas con representación en el parlamento nacional y en los regionales, en el organismo nacional electoral y en las municipalidades, al igual que ocurría en las organizaciones de la sociedad civil, hacía cada vez más difícil llegar a acuerdos, e, incluso, como ocurrió con la retardada instalación del Congreso, el conflicto llego a la Corte Suprema de Justicia que hizo innecesario decidirla tratándose de un año de elecciones generales (1968).
El llamado pacto institucional, permitió poner un poco más de orden en el parlamento, pero fue en 1973 que surgió el bipartidismo como una respuesta natural a la cierta ingobernabilidad del multipartidismo. E, igualmente, fue natural que el resto de los excluidos electoralmente combatieran a las dos entidades favorecidas, aspirando estratégicamente el MAS a un trípode, pero la satanización fue tan extraordinariamente prolongada y profunda que el cuestionamiento no era de AD y COPEI que acentuaron lógicamente sus tendencias internas como parte de la recomposición bipartidista, sino de la propia institución e institucionalidad partidista.
Lo curioso es que, derrotado ese bipartidismo en 1993, la dinámica condujo a la reaparición del multipartidismo y a la consolidación de la descentralización a finales del siglo XX. La pesada artillería de la antipolítica no sólo malinterpretó el novedoso fenómeno, sino que fue absolutamente indiferente a su genuina expresión, como si otra cosa se hubiese dado, pasando por debajo de la mesa para auspiciar el mesianismo chavista.
Indudable, deseando llevarse por el medio a los partidos establecidos de entonces, los artilleros en cuestión devastaron sociológicamente al partido político, pero – inevitable – entronizaron al partido único, confundido con el Estado mismo. Fue el resultado obvio de una larga campaña, todavía sufrida, de carácter preterintencional de metaforizar una tipificación propia del derecho penal.
Un cuarto de siglo ha transcurrido y, con frecuencia, se oye y lee de los partidos opositores, nada casual, un cuestionamiento semejante al del distante pasado, faltando poco, formulado por voces que suponemos ilustradas, aún las más aventajadas por un exilio (in)voluntario. Agreguemos, sinceración de un retroceso de la cultura política promedio.