En tiempo de transformaciones, la historia reclama decisiones firmes, visionarias, y un liderazgo a la altura de los desafíos. Sin embargo, sumidos en una crisis ya no tan silenciosa que devasta el progreso colectivo, aparece con fuerza la mediocridad política. Una tendencia que niega el avance de las naciones y disipa la confianza ciudadana en las instituciones que deben representarla.
La pequeñez, no es exclusiva de un país o sistema, es un fenómeno que se manifiesta en la elección de incapaces en articular un enfoque trascendental para sus ciudadanos. Actores más preocupados por la supervivencia electoral que por el bienestar común, han reducido el ejercicio de la política a una gestión de mera inercia, convirtiéndose en administradores de lo inmediato, olvidando que el genuino liderazgo implica capacidad de anticipar y dar forma al porvenir.
La insuficiencia e insignificancia se caracteriza por la carencia de profundidad moral y ética. Sin habilidad para generar ideas transformadoras, ni de inspirar a la sociedad con una perspectiva de mediano y largo plazo, conformándose con benignidades y tibiezas, diseñadas para evitar aprietos, aunque signifique hipotecar el futuro. La banalización del liderazgo es peligrosa, porque nutre el conformismo y se convierte en un espectáculo empobrecedor y vacío de contenido.
El debate y los problemas complejos como Derechos Humanos, desigualdad, salud, educación, migración, se abordan con soluciones desprovistas de un análisis riguroso, y en lugar, de proponer reformas estructurales que desafíen el statu quo, la politiquería y los politiqueros optan por promesas ilusorias, fáciles y populistas, en un intento de satisfacer la inmediatez. Así, la política se convierte en un teatro fútil en el que, se privilegia la apariencia por encima de la sustancia.
La falta de pericia y habilidad tiene un impacto devastador sobre la higiene democrática. Cuando se pierde la destreza para solventar contrariedades, la apatía trasmuta en el estado natural de la sociedad; la desafección prospera y el escepticismo progresa. En este ambiente, voces fanáticas, procedimientos expeditos y rutinas autoritarias, encuentran terreno fértil para desarrollarse y los discursos polarizadores ganan fuerza. Corrientes anodinas, ineptos de unificar a sus naciones bajo una causa común, dividen, enfrentan y lo hacen, no porque crean en las causas que defienden, sino porque ven en la división una táctica rentable; una estrategia que carcome la cohesión social y erosiona la convivencia.
¿Cómo alcanzamos este momento de incertidumbre? Una explicación radica en el diseño del sistema político contemporáneo. La selección orientadora se ha vuelto un proceso tecnificado, donde el marketing pesa más que las capacidades. Se eligen no por conocimiento, sensatez o visión, sino por la proyección de una imagen atractiva, construida para un electorado que ha sido irrespetado, burlado y escéptico.
La profesionalización política inadecuada ha generado una clase de funcionarios que, navegan el aparato burocrático sin haber desarrollado comprensión de las realidades sociales, económicas o culturales que afectan a sus países. Este tecnocratismo, sin tema ni argumento, es la raíz de la pobreza intelectual.
El camino hacia lo superior, la excelencia, no es fácil requiere un cambio en la forma en que valoramos. Como ciudadanos, tenemos la responsabilidad de exigir, reclamar un debate público informado, basado en el respeto mutuo y en la búsqueda genuina de soluciones a la problemática apremiante. Rechazar el populismo, demandar una política que mire más allá de las próximas elecciones, que se atreva a soñar un mañana honorable, de excelsitud, noble y aventajado, que tenga el coraje de tomar decisiones difíciles para conquistarlo.
Asimismo, es imperativo que los partidos políticos e instituciones democráticas se renueven, se alternen, para atraer líderes con auténtica vocación de servicio. La baratija, la minucia solo se supera, cuando los criterios que definan el liderazgo sean una crecida de señorío, decoro, juicio y perspectiva.
La ordinariez, no es un destino inevitable, sino un reto a superar. Demanda de las instituciones y de los ciudadanos, un esfuerzo concertado para elevar los estándares de la vida pública, en especial, cuando los desafíos son complejos y la respuesta no es un liderazgo vulgar y corriente. El mundo demanda estadistas capaces de enfrentar retos con la mirada en lo que está por ocurrir. Solo entonces rescataremos la esperanza cívica, edificaremos sociedades de derecho, triunfantes, fértiles y cohesionadas. En momentos de crisis surgen oportunidades para el cambio, pero si no se actúa, el costo de la menudencia y la bagatela será una generación perdida, y con ella, el sueño de un mejor destino.
@ArmandoMartini